Desde que el ser humano primigenio decidió que, constituido
en grupos sociales, sería más fuerte frente a sus depredadores, ha habido una
constante presente desde el principio en estas estructuras: El Núcleo
Dominante.
Sin entretenernos en reflejar avatares que se han ido
sucediendo miméticamente a lo largo de la historia, solo nos detendremos en
constatar el dominio hegemónico, basado en el terror, de las dos religiones
monoteístas con más implantación mundial: La musulmana desde el S VIII hasta la
Edad Media (y ahora, aparentemente, con intención de “reverdecer laureles”) y la cristiana
desde la baja Edad Media hasta el S XX.
Se basaban en el dominio de la sociedad partiendo de un control férreo
del individuo; la división entre fieles e infieles o puros y pecadores, marcaba
decisivamente la diferencia entre una vida sin más sobresaltos que los marcados
por la miseria y las enfermedades o una muerte cruel y dolorosa. El miedo mantenía sujeto al individuo,
las manifestaciones sociales solo eran a favor de los ritos religiosos y los
gobernantes debían plegarse a los mandatos de la élite con “hilo directo” con
Dios, que se enriquecía y medraba sin pudor.
Desde mediados del S XIX, la Revolución Industrial supuso un
despegue exponencial de la investigación científica que tuvo, como primera
consecuencia, un cuestionamiento y desmentido paulatino de dogmas religiosos,
creencias y poder político disfrazado de ritos, premios y castigos. A medida que este se debilitaba, el
hueco fue ocupado por los representantes en la Tierra de un nuevo Dios, esta
vez tangible: El Dinero.
Las nuevas élites descubrieron también que, tener sujeto con
mano firme a cada individuo, penando duramente las conductas impropias, era un
derroche de recursos que podían y debían ser empleados en menesteres más
productivos. Así, comenzaron a
florecer derechos individuales y colectivos que no suponían coste económico y
conferían a cada persona una falsa (ilusoria) sensación de felicidad y ansias
de mejorar socialmente sin perjudicar, en lo sustancial, la ambición desmedida
de poder real (basado en lo económico) de quienes manejaban y continúan
manejando los hilos que mueven gobiernos, sojuzgan voluntades y alimentan
cuentas de resultados. Las grandes
guerras del siglo XX y las pequeñas, pero globalizadas de la actualidad,
mantienen los mismos objetivos en un modelo que, a base de ensayo-error, se va
sofisticando hasta límites que asustan.
Nadie puede escapar de su poder e influencia y si algún
colectivo, del tamaño que sea, osa desafiar sus órdenes, será hundido en la
miseria y sometido a la nueva esclavitud: Las Deudas. Lo que nos han vendido como “Mercados” no es sino el brazo
armado del nuevo Dios que zarandea, castiga y machaca cualquier iniciativa
díscola que ponga en riesgo el saldo en caja. La situación griega es un claro exponente del “efecto
ejemplarizante” que sufrirá quien del desafíe y siembre un germen que,
extendido, suponga una pérdida de poder, aunque sea mínima.
Con el TTIP en ciernes (que no es más que un primer paso en
pos de una economía global por encima de gobiernos y decisiones soberanas de
los países), pasar al pueblo griego por la máquina picadora servirá para que
cualquier tentación quede diluida por el miedo a perder el estatus, el estandar
de Calidad de Vida y cualquier recuerdo de ese concepto en vías de extinción
que conocimos como Estado del Bienestar.
No soy nada optimista en lo referido al futuro, la sociedad
que conocemos está tomando un rumbo peligroso hacia un nuevo totalitarismo sin
piedad y ha puesto en marcha un instrumento aparentemente poderoso para avisarnos
sobre qué pasara si no nos plegamos a sus designios: La amenaza yihadista.
No tengo ninguna duda que son dos imágenes del mismo poder con un único
objetivo y, si no triunfa esta estrategia, ya está en marcha el cataclismo
mundial que sucederá a la demolición de los débiles pilares que sustentan al
gigante chino. Ahí si que vamos a
sudar vinagre.
Tampoco descarto que esta tortuosa reflexión sea el fruto febril
de una larga noche de calor sofocante, veremos…