“Esa escalera tan
estrecha no se había construido para gente obesa y, claro, subir hasta el
quinto ayudaba a mantener la línea”, pensaba Ricardo cada vez que iba a casa de
sus padres, vecinos de uno de esos bloques fotocopiados de Las Margaritas que,
lejos de la calle o el número que les correspondiera, siempre se habían
distinguido por los nombres de sus vecinos. “-¿Dónde has dejado el coche? -En
la esquina, al lado del portal de la Pepi”.
Los padres de
Ricardo fueron de los pioneros, de los primeros vecinos que poblaron el barrio
allá por la prehistoria, en 1968. A la menor oportunidad sacaban brillo al
orgullo de vivir allí y formar parte de ese organismo vivo, latiente y a veces
doliente que fue, es y será el Barrio de Las Márgaras, como se referían
cariñosamente cuando hablaban de él. Los años habían pasado para todos y para
ellos también, que habían superado sobradamente la edad de 80 y, aunque habían sido
generosos en cuanto a felicidad vital, habían criado a dos hijas y un hijo que
crecieron con salud e inteligencia; la naturaleza estaba empezando a ser rácana
en sus prestaciones y mantenía al padre varado en el pisito, coqueto, limpio y
arreglado, amarrado a un andador que hacía imposible bajar, y menos aún subir,
por la empinada y angosta escalera. La madre tampoco estaba demasiado ágil y
sus piernas ya solo permitían bajar a por el pan y poco más. Semanalmente y por
turnos, Rosalía, Mercedes y Ricardo le llevaban la compra que, previamente, les
habían dictado por teléfono. Salvando esos momentos y algún contacto esporádico
con sus vecinos de rellano, ahí terminaba su contacto habitual con el mundo.
El día que nos
ocupa era especial, Ricardo resoplaba escalera arriba haciendo maniobra en cada
rellano y descansillo para, por una parte, descansar los músculos y, por otra,
recolocar el aparatoso pino que en un cálculo demasiado optimista había
decidido regalar a sus padres y que era tres tallas más grande que la subida,
el piso y el propio barrio. “No hace falta ser un explorador indio para seguirme la pista”,
pensaba mirando el rastro de pinaza que iba dejando a su paso y, mentalmente, se
conjuró para que, una vez que consiguiera llegar al quinto, bajar con la escoba
y barrerlo todo antes que se resbalara nadie y tuvieran que lamentar una desgracia.
Por fin, jadeante
como un San Bernardo asmático, coronó la subida y en vez de abrir con su llave,
probó a llamar al timbre mientras grababa con el móvil para registrar la cara
de sorpresa de su madre y subirlo al grupo de whatsapp que compartía con sus
hermanas.
Tras esperar un
tiempo prudente sin obtener respuesta, volvió a tocar el timbre, esta vez con
mayor insistencia, ya que se oía la tele de fondo y sus padres adolecían de
dureza auditiva selectiva. Poco rato después, Ricardo consideró suficientes
cuatro intentos para apagar el video del teléfono, guardarlo y abrir la puerta
con sus propias llaves. Desde la entradita veía a su padre de espaldas,
inmóvil, sentado en el sofá; avanzó y notó como la sangre le bajaba a los pies
cuando reparó en su madre tendida sobre la alfombra sin ningún signo vital
apreciable. Se apresuró a agacharse y, mientras percibía un pulso débil con una
mano, marcaba el 112 con la otra; describió la situación y le emplazaron a
esperar en un plazo breve hasta que llegará la ambulancia que enviaban.
Aprovechó en impasse para observar a su padre, hipnotizado, con la mirada
perdida en dirección a la mujer que estaba tendida ante él; su única reacción
eran las lágrimas incontenibles que caían por sus mejillas. Por lo demás, ni un
gesto, ni una palabra, ni un movimiento. Nada.
Diecisiete eternos
minutos más tarde sonó el timbre del portero automático, no había percibido
ninguna novedad en ambos y toco con insistencia el botón que accionaba la
apertura de la puerta si pararse a preguntar. Instintivamente abrió también la
puerta de entrada en el piso y lo vio de nuevo: ahí seguía el desmesurado
árbol, ocupando todo el rellano, si dejar más que un pequeño resquicio junto a
la pared, por donde no cabían de ningún modo ni el personal sanitario ni mucho
menos la camilla. Mientras resonaban las voces que subían a toda prisa, tiró
hacia dentro del tronco y, a favor de obra, el pino entró en el piso con
facilidad y, dada su envergadura, penetró directo hasta el salón dejando un
reguero de agujas verdes que iban alfombrando todo a su paso.
Si no hubiera sido
por lo dramático del momento, hubiera tenido su gracia ver atravesar el salón,
como una exhalación, una enorme conífera que desentonaba con cualquier otro
elemento del pequeño piso. Los sanitarios entraron en el momento exacto en que
pudieron dar el último empujón al ápice para que tronco, ramas, piñas y
porteador entrasen de golpe en el pasillo camino de la alcoba de matrimonio. Al
pasar sobre el cuerpo exánime de la mujer, este quedó cubierto de arriba abajo
por sus agujas, como tratando de disimular su presencia, y algunas de ellas
penetraron en su nariz. Aun con la leve respiración, excitaron sus tejidos y se
produjo un estornudo, sorpresivo por inesperado.
Que fuera discreto,
no restó eficacia a ese estornudo y a los otros dos, más potentes, que lo
siguieron. La madre recuperó la consciencia, primero de modo atolondrado y
torpe para, poco a poco, volver completamente a su ser; lo que deshizo el
ensalmo que hechizaba al padre, quién reaccionó con una sonrisa seguida por
otro torrente de lágrimas, estas ya de alivio.
Un reconocimiento
rápido descartó una patología muy grave pero los sanitarios aconsejaron
llevarse a la madre al hospital para un reconocimiento más profundo y la
acomodaron en la moderna camilla para bajar la escalera con toda la dificultad
que entrañaba. Mientras les seguía, escalones abajo, Ricardo atribuyó al
protoárbol de Navidad el milagro de la resurrección de su madre y se conjuró
para, en lo que le quedara de vida, llevar a casa de sus padres y a la suya
propia el pino más grande que encontrase en el mercado.