Los que ya vamos teniendo una edad, recordamos con una
mezcla de nostalgia y pavor aquellas tardes-noches de los sábados en esos
locales del demonio que conocíamos como "Discotecas". El paisaje (la decoración) estaba condicionada a qué tipo de
local se tratase pero el paisanaje estaba siempre cortado por el mismo
patrón: Los normales y corrientes
que hacíamos bulto como figurantes de Cecil B. deMille, los buenorros y buenorras
que apenas se relacionaban fuera de su círculo, los metepatas que eran
repudiados por los demás y “Él”, el ejemplar clásico, el “Chulo de
Discoteca”. Un macho alfa
inconfundible por su vestimenta y ademanes que, si no perturbabas su paz, se
ocupaba a su manera de que el ambiente discurriera por un terreno sin grandes
sobresaltos.
Cada discoteca tenía su particular chulo que, de eso no
estoy seguro, se ocupaba de humedecer todas las esquinas del local con un
chorrillo de orina para que todos supiéramos quien mandaba allí. Cada poco tiempo hacía su aparición
otro chulo rival que trataba de tomar posesión de dominios ajenos y, en cuanto
entraba por la puerta, todos sin excepción nos poníamos en guardia esperando el
inevitable encontronazo. La
mayoría de las veces se resolvía con algún empujón, alguna palabra contundente
y una huida del invasor que trataba, inútilmente, de mantener la dignidad
aunque, en alguna ocasión, se llegaba a las manos y ahí es donde el chulo
titular mostraba sus destrezas al aspirante que era sacado en volandas, aún
consciente o no.
En esas andábamos cuando, en EuroDisco, penetró un nuevo
personaje sacando pecho y contando, a todo el que le prestara oídos, que era
tan chulo, tan chulo que había forzado a todos los demás a obedecer sus
caprichos, incluido un “Simpa” multimillonario que iba a perpetrar por su cara
bonita. Los habituales le
observaban con regocijo esperando la preceptiva llamada al orden que no tardó
en llegar.
Como siempre que aparecía un aspirante de medio pelo, el
chulo titular no se molestó en despegar el codo de la barra y, con un gesto
discreto pero imperativo lo llamó.
Unas pocas palabras al oído bastaron para que el errado muchachuelo se
desdijera de todas sus fanfarronadas e invitara a beber a toda la barra aunque,
para ello, tuviera de dejar en prenda la cartera, el reloj y las llaves del
coche.
A la salida, su menguada corte de fieles le preguntó qué había ocurrido y él, cargadito de razones, respondió: “No jodash, no me voy a
pelear ahora que me han pueshto losh piñosh nuevosh…”
2 comentarios:
Muy buena entrada !! jejeje ;-)
Bien sabemos nosotros que ante la extinción del hornera nacional lo colocamos de presidente
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