miércoles, 6 de febrero de 2019

Un relator en la corte de Felipe VI



El relator, como llamaban ahora al secretario de toda la vida, estaba hasta las mismísimas gónadas de la tropa con la que le estaba tocando lidiar un día sí y otro también (usaba tanto el lenguaje inclusivo que, en vez de decir testículos u ovarios, había optado por el genérico gónadas que recogía ambos). La última reunión se había zanjado con un puñetazo en la mesa por parte de ambos bandos y, además de recoger los bolígrafos que habían quedado desperdigados por ahí, no tenía un mal acuerdo que llevar al acta. Por no tener, no había ni una propuesta decente, ni un saludo cordial siquiera.

Los contendientes, como gustaban autodenominarse con una pose de fanfarronería algo fantasma, permanecían enrocados en sus posturas desde hacía semanas y el relator no encontraba la fórmula para lograr un mínimo acercamiento, aunque solo fuera físico. Llegaban, eso sí, puntuales, a la hora de la reunión, cruzaban un gruñido a modo de saludo, se sentaban en ambos extremos de la mesa y ahí terminaba todo. El relator, ejerciendo su función, relataba el proceso que les había llevado hasta allí, las propuestas iniciales de cada una de las partes, antagónicas entre sí y la posición inmovilista de los negociadores. A partir de ahí, silencio, acompañado de algún gesto de desaprobación, pero silencio absoluto.

Hizo varios intentos, baldíos todos, de encontrar algún punto en común aunque fuera en la parcela técnica, pero ni por esas. Los procesos, la metodología, los resultados y su evaluación eran diametralmente opuestos; no hablemos ya de los contenidos y sus pautas de aplicación, que se parecían lo mismo que una trucha y una bicicleta.

La octava reunión inútil discurría por la senda frustrante de las siete anteriores y fue el momento sin retorno que colmó el vaso del relator; en una actitud sin precedentes, se puso en pie levantando la voz: “¡Me voy a cagar en la hostia ya!”, los dos polos de la mesa quedaron petrificados por la sorpresa. Y continuó: “Tú, Felipe, si Letizia se quiere afiliar a Esquerra Republicana de Catalunya, tiene derecho, como ciudadana que es; que se afilie y punto. Y Tú, Letizia, me vas a ir quitando las esteladas que has ido colgando por todo el palacio, que a este hombre le va a dar un perrenque”. Trataron de balbucear una respuesta, pero el relator les paró en seco con un gesto de su mano. “Y sanseacabó. A la próxima gilipollez, me autoproclamo rey y se os cae el pelo”.

Esa es la razón por la que Felipe y Letizia tienen esa cara de estreñidos y por la que nunca visten de rojo y amarillo.  Así se escribe la historia…

martes, 5 de febrero de 2019

Alzheimer



“Tengo la cabeza como para echar cuentas”, pensaba Manuel mientras miraba sin ver la estantería colgada frente a él. Llevaba días con una extraña sensación, la de notar que iban desapareciendo libros del anaquel de arriba. No se había puesto a contarlos, ni mucho menos, y de hacer un inventario exhaustivo ya ni hablamos pero, y cada día estaba más seguro, el fondo negro iba creciendo contra el mosaico policromado que formaban los lomos colocados vertical y horizontalmente.

A la vez, el despacho también parecía menguar, las paredes iban tomando una inclinación hacia dentro que aún no era amenazante pero ya inquietaba un poco. Del mismo modo, los archivadores habían encogido hasta el punto de haber perdido incluso una fila de cajones y las sillas, de esas tapizadas en tela que hay en todas las oficinas, empezaban tímidamente a tomar las dimensiones de una casa de muñecas. Una oficina de muñecas, para ser más preciso.

Se acordó de Alicia en el País de las Maravillas e hizo memoria para comprobar si había comido o bebido algo que aumentase o redujese su tamaño. Tras un momento de duda, llegó la certeza, que le hubiera aumentado a él de tamaño, ya que todo parecía encoger. Pero no, era imposible ya que el sillón donde se sentaba seguía igual y el asunto empezaba ya a dejar de tener gracia y ser agobiante.

Las palabras, igual que los libros, iban desapareciendo sin hacer ruido. Hoy, sin ir más lejos, se había volatilizado la palabra que define ese cajón de plástico, colgado de las farolas o montado sobre una patas, donde la gente que va por la calle tira sus desperdicios. Ayer fue el nombre de la tienda que vende pinturas y productos químicos y anteayer la palabra para referirse a la ausencia de ruido. Quizá no era Alicia el libro de referencia, quizá debía fijarse más en La Historia Interminable, donde la Nada va ganando terreno al mundo conocido y lo que desaparece no deja registro de su existencia anterior.

Las caras, sospechosamente,  iban perdiendo sus rasgos definitorios y adquiriendo una uniformidad, quizá con algún sentido estético, ya que diluía deformidades o gestos histriónicos paro, a cambio, dificultaba la tarea de asociar rostros con personas concretas. Ante tal dilema, y siendo como siempre fue, un tipo resolutivo, le iba poniendo un nombre al azar pero según se igualaban carecía de sentido establecer distinciones.  Llegó un momento en que ya ni siquiera tenía claro si se trataba de una persona, de dos  o de cuántas y decidió ignorarlas a ellas también para evitarse problemas.

Con tanta complicación sobrevenida, paradójicamente, la vida se fue simplificando y Manuel, o así era como parecía llamarse, dejo de fijarse en el mundo o, no lo tenía claro del todo, fue el mundo el que dejó de fijarse en él. El caso es que el tiempo disolvió su existencia ya todo fue nada.