martes, 5 de febrero de 2019

Alzheimer



“Tengo la cabeza como para echar cuentas”, pensaba Manuel mientras miraba sin ver la estantería colgada frente a él. Llevaba días con una extraña sensación, la de notar que iban desapareciendo libros del anaquel de arriba. No se había puesto a contarlos, ni mucho menos, y de hacer un inventario exhaustivo ya ni hablamos pero, y cada día estaba más seguro, el fondo negro iba creciendo contra el mosaico policromado que formaban los lomos colocados vertical y horizontalmente.

A la vez, el despacho también parecía menguar, las paredes iban tomando una inclinación hacia dentro que aún no era amenazante pero ya inquietaba un poco. Del mismo modo, los archivadores habían encogido hasta el punto de haber perdido incluso una fila de cajones y las sillas, de esas tapizadas en tela que hay en todas las oficinas, empezaban tímidamente a tomar las dimensiones de una casa de muñecas. Una oficina de muñecas, para ser más preciso.

Se acordó de Alicia en el País de las Maravillas e hizo memoria para comprobar si había comido o bebido algo que aumentase o redujese su tamaño. Tras un momento de duda, llegó la certeza, que le hubiera aumentado a él de tamaño, ya que todo parecía encoger. Pero no, era imposible ya que el sillón donde se sentaba seguía igual y el asunto empezaba ya a dejar de tener gracia y ser agobiante.

Las palabras, igual que los libros, iban desapareciendo sin hacer ruido. Hoy, sin ir más lejos, se había volatilizado la palabra que define ese cajón de plástico, colgado de las farolas o montado sobre una patas, donde la gente que va por la calle tira sus desperdicios. Ayer fue el nombre de la tienda que vende pinturas y productos químicos y anteayer la palabra para referirse a la ausencia de ruido. Quizá no era Alicia el libro de referencia, quizá debía fijarse más en La Historia Interminable, donde la Nada va ganando terreno al mundo conocido y lo que desaparece no deja registro de su existencia anterior.

Las caras, sospechosamente,  iban perdiendo sus rasgos definitorios y adquiriendo una uniformidad, quizá con algún sentido estético, ya que diluía deformidades o gestos histriónicos paro, a cambio, dificultaba la tarea de asociar rostros con personas concretas. Ante tal dilema, y siendo como siempre fue, un tipo resolutivo, le iba poniendo un nombre al azar pero según se igualaban carecía de sentido establecer distinciones.  Llegó un momento en que ya ni siquiera tenía claro si se trataba de una persona, de dos  o de cuántas y decidió ignorarlas a ellas también para evitarse problemas.

Con tanta complicación sobrevenida, paradójicamente, la vida se fue simplificando y Manuel, o así era como parecía llamarse, dejo de fijarse en el mundo o, no lo tenía claro del todo, fue el mundo el que dejó de fijarse en él. El caso es que el tiempo disolvió su existencia ya todo fue nada.


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