“Tengo la cabeza como para echar cuentas”, pensaba Manuel
mientras miraba sin ver la estantería colgada frente a él. Llevaba días con una
extraña sensación, la de notar que iban desapareciendo libros del anaquel de
arriba. No se había puesto a contarlos, ni mucho menos, y de hacer un
inventario exhaustivo ya ni hablamos pero, y cada día estaba más seguro, el
fondo negro iba creciendo contra el mosaico policromado que formaban los lomos
colocados vertical y horizontalmente.
A la vez, el despacho también parecía menguar, las paredes
iban tomando una inclinación hacia dentro que aún no era amenazante pero ya
inquietaba un poco. Del mismo modo, los archivadores habían encogido hasta el
punto de haber perdido incluso una fila de cajones y las sillas, de esas
tapizadas en tela que hay en todas las oficinas, empezaban tímidamente a tomar
las dimensiones de una casa de muñecas. Una oficina de muñecas, para ser más
preciso.
Se acordó de Alicia en el País de las Maravillas e hizo
memoria para comprobar si había comido o bebido algo que aumentase o redujese
su tamaño. Tras un momento de duda, llegó la certeza, que le hubiera aumentado
a él de tamaño, ya que todo parecía encoger. Pero no, era imposible ya que el
sillón donde se sentaba seguía igual y el asunto empezaba ya a dejar de tener
gracia y ser agobiante.
Las palabras, igual que los libros, iban desapareciendo sin
hacer ruido. Hoy, sin ir más lejos, se había volatilizado la palabra que define
ese cajón de plástico, colgado de las farolas o montado sobre una patas, donde
la gente que va por la calle tira sus desperdicios. Ayer fue el nombre de la
tienda que vende pinturas y productos químicos y anteayer la palabra para
referirse a la ausencia de ruido. Quizá no era Alicia el libro de referencia,
quizá debía fijarse más en La Historia Interminable, donde la Nada va ganando
terreno al mundo conocido y lo que desaparece no deja registro de su existencia
anterior.
Las caras, sospechosamente, iban perdiendo sus rasgos definitorios y
adquiriendo una uniformidad, quizá con algún sentido estético, ya que diluía
deformidades o gestos histriónicos paro, a cambio, dificultaba la tarea de
asociar rostros con personas concretas. Ante tal dilema, y siendo como siempre
fue, un tipo resolutivo, le iba poniendo un nombre al azar pero según se
igualaban carecía de sentido establecer distinciones. Llegó un momento en que ya ni siquiera tenía
claro si se trataba de una persona, de dos o de cuántas y decidió ignorarlas a ellas
también para evitarse problemas.
Con tanta complicación sobrevenida, paradójicamente, la vida
se fue simplificando y Manuel, o así era como parecía llamarse, dejo de fijarse
en el mundo o, no lo tenía claro del todo, fue el mundo el que dejó de fijarse
en él. El caso es que el tiempo disolvió su existencia ya todo fue nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario