Existe un juego de mesa de dinámica tan ramplona como
eficaz, consiste en jugar al Tute, con sus reglas clásicas, pero de tal modo
que, en vez de recoger puntos, debes entregarlos; es decir, el que pierde,
gana, y responde a un nombre tan expresivo como Tute Cabrón. Algo parecido hemos visto
esta semana en el Congreso de los Diputados a costa de la cacareada Moción de
Censura presentada por el grupo parlamentario de Unidos Podemos contra Mariano
Rajoy.
Según las reglas del Tute convencional, no hubo dudas; quien
presentó la moción obtuvo menos votos que quien fue sometido a censura, de
forma que Rajoy sigue en su puesto todo ufano y colorín, colorado, este cuento
se ha acabado… ¿se ha acabado? No lo creo, más bien acaba de empezar.
En esta partida en tres manos intervienen cuatro jugadores,
a saber: Mariano Rajoy y su mariachi que, antes de dar las cartas ya llevaba,
como acostumbra, todos los triunfos en la mano; Pablo Iglesias como ponente de
la moción, a quien la baraja le dio muchos puntos potenciales pero todos
secundarios, lo que auguraba una derrota segura; Albert Rivera, quien, por
prepotencia o ignorancia, desconocía las características de la partida y se
sentó a la mesa pensando que era por parejas y le había tocado en suerte ser
partenaire de Rajoy, a quien apoyó con sus escasos tantos; por último, y en un
papel testimonial, se situaba un Pedro Sánchez ausente, que delegó su juego en
un “desconocido” José Luis Ábalos quien, sin cartas reseñables, desempeñó un
papel brillante en su anunciada abstención.
La primera mano, la de la prensa, fue vencida sin ninguna
sorpresa que amenazase el resultado final por Rajoy y su pléyade de medios
afines, por ideología, por economía, por supervivencia o por las tres razones
juntas. Pablo Iglesias arrasó en los medios de corte progresista o claramente
de izquierda aunque, estos, gozan de menor predicamento entre el público por
estrictas razones de sustentación económica. La irrelevancia de Albert Rivera
fue escandalosa, casi nadie le nombró y, quien lo hizo, fue para señalar su
papel de figurante con frase, él trató de hacer pomposas declaraciones a quien
tuviera a bien escucharle pero solo encontró abiertos los micrófonos de
Radio-Taxi. La prensa biempensante
aún anda escocida con la victoria de Pedro Sánchez en las primarias y se la
tiene guardada, fuera cual fuera el voto que anunciase, recibiría una andanada
de críticas que, analizadas con frialdad, redundarían que circula por la
dirección correcta.
La segunda mano, el propio debate, tuvo un desarrollo algo
pesado pero, en lo que destacó fue en los distintos modos de los
intervinientes: Mariano Rajoy, hombre tan ahorrador con el esfuerzo propio como
derrochón con los dineros ajenos, ya traía preparada de casa la réplica a Pablo
Iglesias; una serie de chascarrillos pretendidamente ingeniosos, tópicos
vulgares que, repetidos desde la altanería lo siguen siendo, algún trabalenguas
incomprensible de los suyos y el apoyo navajero del portavoz de su grupo
parlamentario, todo muy previsible y vulgar. Las intervenciones de Unidos
Podemos rompieron algún molde: Irene Montero, aunque algo acelerada, hizo una
precisa autopsia a un cuerpo que ignora que está muerto, el Partido Popular y
Pablo Iglesias, en el rol de Presidenciable, ejerció de pedagogo aunque, para
mi gusto, excesivamente condescendiente y, por momentos, sabiondo que se mordía
la lengua para dar sensación de “hombre de estado” y solo fue “hombre de
estrado”; puede y sabe hacerlo mejor aunque su nota esté en un interesante
Notable. Albert Rivera subió al
estrado desinformado del carácter individual de la partida y volcó todo su
esfuerzo, es decir, no mucho, en atacar con uñas y dientes a Pablo Iglesias
mientras dirigía algún reproche cosmético al Presidente del Gobierno; se fue
para casa con las nalgas enrojecidas y tuvo que dormir sentado sobre un cojín
congelado para bajar la inflamación. Todos sabían que Pedro Sánchez no iba a
estar y lo demostró no estando, perogrullada sí, pero no gratuita; el portavoz
de estreno, José Luis Ábalos, tuvo una intervención inteligente desde la
independencia del PSOE, hasta tal punto, que al final del debate intercambiaron
números de teléfono con las filas de Unidos Podemos, con la promesa recíproca
de darse un toque de igual a igual.
La tercera y definitiva mano era prescindible tras las dos
primeras, la votación. La aritmética es tozuda y como se conocía hasta en el
rincón más recóndito de la Chimbamba Austral, la suma de votos que apoyaba a Rajoy
era insuperable, sumasen lo que sumasen el resto. No había más que arrascar y
le dieses las vueltas que le dieses, siempre terminaría igual.
Rajoy salió del hemiciclo medio metro por detrás de su pecho
hinchado artificialmente y a punto estuvo de costarle un percance por apnea, si
no hubieran aparecido los suyos para hacerle un corro y que pudiera respirar
discretamente. Él contó a todo
bicho viviente que había vencido claramente a Pablo Iglesias y en sus filas
nadie osó informarle que la partida era al Tute cabrón, el que pierde gana…
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