La humanidad lleva ya sobre la Tierra ejerciendo como tal,
desde hace aproximadamente 200.000 añitos de nada. En ese lapso de tiempo, las
estructuras sociales, la base cultural e, incluso, física se han ido haciendo
más complejas y sofisticadas. El ser humano ha cumplido sobradamente con su
obligación genética de perpetuar la especie y; como se dice de la inteligencia
que, cuando te pasas de listo, vuelves a ser idiota; está jugando
peligrosamente con su futuro y el de las demás especies y que, aunque lo
sabemos a ciencia cierta, esperamos que sea otro el que dé el primer paso.
Todo eso se ha plasmado en unos estándares de calidad de
vida, en comparación con hace un siglo, enormemente complejos y, una vez
cubiertas las necesidades vitales, nos hemos inventado otras que se van
renovando a medida que se satisfacen.
Somos más altos, más guapos, más sanos, más cultos, más
longevos pero ¿somos más felices? Pues depende de qué consideremos felicidad;
no sería descabellado afirmar que vivimos en una era de feliz infelicidad en la
que, en vez de disfrutar los momentos de dicha, nos agobiamos estúpidamente con
la hipotética satisfacción de ambiciones y necesidades innecesarias. Es decir,
no estaría mal que alguien consiguiera que paráramos un momento, miráramos
hacia nuestro interior y recolocáramos nuestra escala de valores atendiendo a
criterios más “humanos” y, sobre todo, menos económicos.
Pero la auténtica pregunta, cuya respuesta nos dará un
revolcón por el lodo, es ¿somos más libres? Así, para empezar, habrá que
contextualizar convenientemente ¿qué es ser libre? Gozar de libertad, dicen.
Venga, vale, entonces ¿qué es la libertad? Si atendemos a cómo lo define el
diccionario: “Facultad que tiene el hombre de obrar de una manera u otra, y de
no obrar, por lo que es responsable de sus actos”, la respuesta oscila desde un
sí con matices a un no absoluto.
Sabemos qué tenemos alrededor, qué son y cómo funcionan las
cosas que nos rodean, los fenómenos naturales y tenemos algunos rudimentarios
conocimientos de la sicología humana luego, cuando tomamos una decisión, lo
hacemos con plena conciencia de dónde estamos y a dónde queremos dirigirnos.
¿Seguro?
Veamos: Hace 100 años nacíamos dónde nos tocara y, a veces,
podíamos elegir el lugar dónde nos sorprendiera la muerte. Hoy también, con
algunas salvedades: Creemos que hacemos lo que queremos pero nuestro trayecto
vital, como en un encierro taurino, está delimitado por las talanqueras que nos
conducen exactamente al lugar donde está previsto que termine. Mientras tanto,
estamos controlados en todo momento: saben dónde vamos, cuándo y cómo, con
quién, qué comemos, qué nos gusta y qué nos desagrada, qué leemos o vemos en la
tele, quiénes son nuestros amigos y a qué se dedican. Saben si tenemos buena o
mala salud, nuestros usos y costumbres confesables y los vicios inconfesables,
nuestra vida sexual y si estamos alegres o enfadados. Controlan también a
nuestros padres y a nuestros hijos individualmente o en los ambientes que
corresponda y deciden si merecemos tener un trabajo, cuál debe ser y cuánto
debemos cobrar para seguir alimentando la máquina de la que solo somos unos
ínfimos engranajes.
¿Quién? El Big Data, el nuevo Dios que todo lo sabe, todo lo
puede y te premia o castiga según te portes. Si estás leyendo esto, tú también eres, voluntaria o involuntariamente, fiel seguidor de esta nueva Iglesia.
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