Sé que no seré el primero en jugar con la polisemia del
término “primarias” para hablar del proceso interno que está experimentando el
PSOE, es verdad; pero tampoco seré el último y, qué coño, las palabras están
para utilizarlas.
Según el autor que consultes, de Freud en adelante, la cifra
de instintos primarios varía, de dos a dieciocho o, incluso, más, según
profundicemos en el cerebro humano en busca del primigenio cerebro reptil.
Veamos:
Agresividad, curiosidad, ira, miedo, lujuria, juego, duelo,
ansiedad, amor, odio, amistad, violencia, avaricia, vanidad, altruismo,
compasión, cultura, …
Todos, sin dejarnos uno, están teniendo una influencia
decisiva en las Primarias del partido socialista. Alguien mínimamente
espabilado dirá: claro, y en el resto de facetas de la vida, también. Y no le
faltará razón pero, si me atengo a ese criterio, me quedo sin artículo, de modo
que continuaré por donde iba.
La sociedad está cambiando a velocidad vertiginosa y las
rígidas estructuras de los partidos políticos tradicionales, aunque intentan
adaptarse, muestran la dificultad, casi congénita, para poder conseguirlo
mediante sonoros y estremecedores crujidos que ponen el delicado vello de la
nuca como cerdas de jabalí resabiado. El debate del pasado lunes tuvo toda la
apariencia de una autopsia, retransmitida en directo, de un individuo aún vivo
y consciente y, lo que es peor, de cómo querían repartirse la herencia. Hubo
quien miró la pantalla con curiosidad, otros con espanto, unos cuantos con
regodeo, también hubo hueco para la indignación y, cómo no, para la
indiferencia.
El caso es que ninguno de los tres contendientes es el PSOE
actual, lo son los tres. No vale el maniqueísmo de Pedro contra Susana o Susana
contra Pedro porque, quizá, el mensaje de Patxi representaba el “valor refugio”
que ofrece el patrón oro en los
momentos de crisis; en su caso se trataba del mantra de la Unidad.
Pensándolo fríamente y desde fuera, esta catarsis brutal en
que se ve envuelto le va a hacer mucho bien. Se acabaron los tiempos en que las
diferencias de criterio, grandes o pequeñas, se dirimían en la opacidad de los
despachos y las figuras perdedoras eran fusiladas en la intimidad, sin que
nadie se enterara de nada, propiciando odios larvados que pedían sangre a la
menor oportunidad. Todo el proceso se ha hecho a la luz del día, con luces,
cámaras, guionistas más o menos afortunados, periodistas en contra, periodistas
muy en contra, seguidores, detractores, espectadores activos, espectadores
pasivos y tres protagonistas de manual. Los usos y costumbres del siglo XX han
quedado definitivamente enterrados y ya no volverán. No digo que los de ahora sean
mejores, solo son distintos y adaptados a la vorágine exhibicionista que
vivimos.
Tenemos en el tablero otros partidos: El PP continúa con su
funcionamiento simple, monolítico, de órdenes en vertical y no ha explotado en
mil pedazos por ese extraño “efecto piña”, también primario, que conlleva la
defensa de los miles de casos aislados de corrupción y podredumbre que infectan
e infestan sus filas. Ciudadanos no se apea del postureo de la nueva política
pero no es más que el resultado de colocarle el motor arcaico de un vetusto
SEAT 850 a una carrocería pintona y deportiva pintada de naranja. Qué decir de
Podemos; es la simetría de Ciudadanos, colocada al otro lado del eje, tiñendo
de morado (robado, como tantas otras cosas, del movimiento feminista) una
maquinaria pretendidamente democrática que hace aguas en cuanto se le somete a las
implacables pruebas de estrés de la discrepancia interna.
No soy militante socialista y, por tanto, no me veo en el
complicada tesitura de tener que decidir a quién quiero más, si a papá o a mamá.
Visto con frialdad e, insisto, desde fuera, quizá me decantará por irme a vivir
con la familia de Bilbao pero, claro, yo no decido.
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