“Un armario es un armario”, sentenció Felip con el gesto
solemne como quien, sin darse importancia, ha soltado una de esas perlas
filosóficas que perduran en el tiempo. Su frase igual valía para darle toda la
relevancia que un armario pueda tener, en tiempos en que escasean los espacios
donde colocar ordenadamente las cosas o, por el contrario, despojarle de todo
valor por encima del que puedan atribuirse a unas cuantas tablas afortunadamente
colocadas.
Quienes le conocen ya están acostumbrados a los arrebatos
metafísicos de su amigo y, todo lo más, se limitan a arquear una ceja como
acuse de recibo del mensaje. El caso es que, en cualquiera de sus
interpretaciones, un armario era, sin duda, un armario y eso simplificaba mucho
la vida. Podría usarse para guardar ropa, trastos, papeles, herramientas u
otras cosas que, sueltas por ahí, mostraran tendencia al deterioro, el desorden
o el extravío. También se usaban para separar ambientes en espacios muy
grandes, a modo de muros móviles que podían colocarse ad-hoc o, incluso, una
expresión útil para referirse a un bombero de espaldas. En todas las opciones
“un armario era un armario” pero, a lo que aludía Felip, era a ese escondite
figurado donde se parapetan quienes creen que tienen algo que ocultar al mundo,
una realidad que piensan ominosa y que provocaría que el vulgo les señalase con
el dedo. Es decir, por formular completo su razonamiento: “un armario es un
armario y quien está dentro no está fuera”.
Todo este caudal de sabiduría desbordada venía al hilo del
asunto de moda en todos los cenáculos, ágoras, cónclaves, conciliábulos y demás
reuniones esdrújulas celebradas y por celebrar: Cataluña y su república con
seis velocidades, freno y marcha atrás; y la postura adoptada por el jefe de Felip, un catalán,
catalán, descendiente por línea directa de Guifré el Pilós, rodeado por tierra
mar y aire de entusiastas patriotas del soberanismo, afiliado a la extinta CDC
desde sus orígenes y conocedor por la vía directa del asuntillo del Tres Per
Cent.
Biel, nombre por el que respondía el interfecto, tenía un
secreto inconfesable: Le atraía todo lo español como la sangría infecta de
chiringuito a un guiri borracho. Lógicamente evitó confesárselo a nadie aunque,
los más cercanos, ya le habían sorprendido en más de una actitud sospechosa;
tarareando inconscientemente a Manolo Escobar, tomando un rebujito en la Diada,
cantando para sí los goles de la selección española o, lo más grave, moviéndose
en el corro de la sardana con pasos de pasodoble.
Biel, cuya
traducción al castellano es Gabriel; tenía, buscándole tres pies al gato, el
nombre más apropiado: Era Bi (prefijo que significa dos) y él, es decir, había
dos él: el público, catalán de pura cepa y el oculto, más español que la
catedral de Burgos. Entre ellos vivían en perfecta armonía y, aunque incurrían
en pequeñas contradicciones, por lo general se complementaban como las piezas
de un puzzle. Su ambición secreta
era la de trasladar al conjunto de la sociedad su experiencia interna y sacar
todo el jugo posible a esa necesidad mutua inconfesada entre Cataluña y España.
Fue avanzando metro a metro hacia el núcleo de los círculos de poder y ocupando
discretamente puestos de creciente relevancia, hasta conseguir entrar el en
Govenrn, Conselleria de Territori i Sostenibilitat, ahí es nada, justo lo que él,
Biel, buscaba.
Armó su estrategia y fue estrechando contactos hasta tejer
una red secreta de fieles que abarcaba a los ganaderos desde el Pirineo
hacia el sur y los agricultores y regantes desde el oeste hasta la costa. Con
todos ellos probó en persona su fórmula y comprobó su eficacia, a los pocos
meses tenía a todos rendidos a sus pies. Era el momento de preparar su salida
del “armario” y seducir a todos los catalanes con la revolucionaria idea de la
convivencia y colaboración mutua. Cada ramader y cada pagès del país tenía en
su poder una garrafa de 5 L de un líquido misterioso que, a la orden oportuna,
debería verter en el caudal de agua más cercano, de modo que toda la población
consumiera una cantidad, aunque fuera mínima de aquella sustancia, que
despertaría en su cerebro el ansia de convivir y desterraría cualquier atisbo
de conflictividad identitaria. Si sus pruebas de laboratorio eran acertadas, en
el plazo de 30 días tendría de su parte a todos los catalanes que bebieran agua
(se estimaba que cerca del 100%) y se terminarían los problemas… y utilizando
su red secreta dio la orden.
La escasez de agua potable, provocada por una sequía que ya
duraba demasiado y agravada por la evaporación excesiva de un calor sofocante,
obligó a tomar decisiones drásticas: Había que poner en marcha el panel de
desaladoras instaladas por toda la costa, llenar de agua desalada todo el
conjunto de depósitos cercanos y no tan cercanos a la costa y usar el escasa
agua corriente y embalsada para el regadío de una producción agrícola que agonizaba. Él
mismo, forzado por la situación, las propuestas de sus técnicos y altos cargos
y ordenado por el President, firmó la orden de ejecución del Protocolo de
Sequía Extrema…
Treinta día más tarde, todos los vegetales que existían en
Cataluña necesitaban integrarse en una sana convivencia con los que había en el
resto de España, toda la cabaña ganadera balaba, mugía, gruñía o piaba
siguiendo los acordes de la Marcha de Granaderos y los deliciosos frutos de la
huerta leridana habían adquirido unos sospechosos tonos rojigualdas.
El 1 de octubre amaneció como estaba previsto en la Hoja de Ruta del Procés, y con Biel
repitiéndose a sí mismo que, dentro del armario, no se estaba tan mal; se asomó
a la ventana y vio una Meridiana sembrada de arriba a abajo de esteladas pero,
eso, ya es otra historia.
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