Empecé a escribir sobre los principios que mueven al ser
humano a la risa y vi que, de muy pequeño, un niño se ríe cuando ve que su hermano se cae, ambos ríen cuando el que cae es el vecino y los tres si
tropieza el de la calle de al lado; todos se parten de risa cuando resbala
alguien de otro barrio y se produce una carcajada generalizada con las caídas
del pueblo siguiente. La onda expansiva es similar si quien lo sufre es de
otra provincia y todos reaccionan con alborozo con el trastazo de un lugareño
de otra región. Intentaba explorar el
origen atávico de la risa y descubrí que acababa de definir el nacionalismo
que, muy simplificado, consistiría en constatar la superioridad sobre el que
pertenece a otro lugar usando circunstancias puntuales o relativas que lo hacen
parecer ridículo.
Ese concepto tribal, derivado luego en aldeano, y expandido
en círculos concéntricos, viene imprimido en nuestro ADN más básico e
irracional, heredado de momentos iniciales de la evolución de nuestro cerebro y
anclado en un, mal interpretado, espíritu de supervivencia; es la base y causa
de todas las guerras y desgracias asociadas que han diezmado nuestra especie en
todos los tiempos y en todas las partes de nuestro planeta habitadas por ese eufemismo
llamado ser humano.
Se supone que vivimos en una sociedad desarrollada y hemos
alcanzado el nivel más alto de civilización que ha logrado nuestra especie en
los 50.000 años que, como tales, llevamos correteando por el planeta, pues,
oye, como el primer día: Nos agredimos con banderas en vez de con palos y
piedras, mandamos nuestros abogados en vez de los individuos mejor dotados para
la lucha, buscamos alianzas estratégicas en vez de comprar seguidores con
pieles, carne y semillas pero, por lo demás, exactamente igual.
Antes que usar la violencia física tiramos de violencia
verbal y, quienes defendemos la necesidad de eliminar divisiones artificiales,
caminar juntos y optimizar los recursos haciéndolos comunes, somos insultados y
despreciados por ambos contendientes, acusados de pusilánimes, cobardes,
ilusos, buenistas o, incluso, traidores y, si insistimos en la racionalidad y
les pedimos argumentos, no hay problema en pasar de la violencia verbal a la
física usando los palos de las banderas como arma que, significativamente,
recuerda a las trifulcas entre clanes de cavernas cercanas.
Empecé a escribir sobre los principios que mueven al ser
humano a la risa y he llegado a algunas conclusiones que no me hacen ni pizca
de gracia.
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