Dicen que es más difícil hacer reír que llorar y no les
falta razón: para hacer llorar basta con ponerse a picar cebolla, que hay gente
que se ha deshidratado por los ojos y solo han encontrado un cuchillo encima de
un charco sospechoso y han tenido que analizar el líquido para, mediante el
ADN, determinar que se trata de fulanito, desaparecido desde el día de autos.
Que esa es otra, cuál es el día de autos y qué se conmemora ¿tienes que hacerle
un regalo a tu coche o basta con echarle gasolina de la buena? Bueno, a lo que
iba, que hacer reír es difícil y ya está, salvo que quieras hacer una historia
muy triste o de miedo y no te salga como debiera, que la gente se descojona y
tú acabas disimulando y diciendo que lo has hecho aposta.
Yo, desde hace tiempo, tengo pendiente escribir una historia
de miedo o, al menos, inquietante, pero no lo he hecho porque me da miedo.
Paradójico ¿verdad? Hoy me he decidido y lo voy a intentar. Para no pillarme
los dedos con lo de las carcajadas imprevistas, la empezaré como una historia
de humor y luego, poco a poco, le iré dando un giro hasta llevarla al terreno
del terror. O no, ya veré.
Definamos. Para dar miedo, como para hacer reír, hay que
plantear elementos que distorsionen una situación convencional hasta sacar al
lector de su zona de confort e irlo envolviendo en una atmósfera pesada y
agobiante. Con los personajes sucede lo mismo, en principio deben ser de tipo
normal y corriente, sin ningún rasgo visible que les haga especiales pero con
algo oscuro y tortuoso, solo levemente sugerido, que anide en el cerebro del
lector y vaya adquiriendo vida propia a medida que avance el relato. Solo así
conseguiremos el efecto pretendido, sembrar una inquietud imperceptible e irla
modulando a voluntad.
Hay unos contextos más cómodos que otros para lograrlo:
normalmente, la oscuridad de la noche suele ser un buen caldo de cultivo para
ese objetivo aunque, como he definido en el párrafo anterior, a plena luz del
día y con todos los elementos que componen la historia a simple vista, los
giros súbitos suelen ser más efectivos y sorprendentes; de noche te esperas
algo, a las 11 de la mañana de un día soleado, crees que lo ves venir todo y un
buen golpe, por inesperado, tiene secuelas dolorosas. Además, al contrario que
en el cine, por ejemplo, un texto no va acompañado de música, salvo que la
ponga el lector y va a ser difícil que acierte; ni efectos sonoros que
predispongan el ánimo a favor o en contra de un personaje concreto o
determinada situación; hay que trabajárselo con palabras y es complicado.
Una vez completado el catálogo de mimbres, hay que decidir
qué hacemos con ellos ¿un cesto, una mesa, una funda para una botella, un
sillón? Es la decisión más importante y la que marcará el devenir de tu relato,
para bien o para mal. Podemos
decantarnos por el terror sicológico; tirar del bestiario clásico de monstruos
o inventarnos uno que sea abyecto y cruel en cualquiera de sus dos opciones:
bruto implacable o inteligente y refinado. También hay versiones que se
decantan por lo desconocido, tipo extraterrestre, el más allá, o lo cotidiano,
tipo vecino sicópata; da igual, lo importante es su efectividad y lograr ese
difícil equilibrio entre las ganas reprimidas de abandonar la lectura, por las
sensaciones desagradables que provoca, y las de devorarla ávidamente, preso de
la emoción. Porque, no lo olvidemos, el miedo es la emoción más potente, el
arma de que nos ha dotado la naturaleza para huir del peligro, conservar la vida
y, por ende, preservar la especie.
Llega el momento de empezar a colocar las piezas en el
tablero. Empezaremos por una mañana soleada de verano en un pueblecito costero.
Durante las vacaciones, una madre se afana en aprovechar el ratito de paz que
transcurre entre que ella se levanta y se despiertan los dos niños, para
desayunar con tranquilidad, recoger un poco, quitar trastos de en medio y, si
se le ha dado bien, leer unos minutos. Desde que enviudó, hace dos años ya, el
tiempo parece que corre más lento y le cunde más. Qué remedio, ha de
multiplicarse para poder atender a los críos como debe, ir a trabajar a diario,
hacer compra, comidas y todas las tareas que antes hacían entre dos, pero en
una versión resumida y optimizada. Ahora, durante las vacaciones, saca todo el
partido posible a los ratos perdidos para dedicárselos a sí misma, su cuerpo,
pero sobre todo su mente, aún zarandeada a ratos por el trauma que supuso la
repentina muerte de su pareja, se lo agradecerán.
Para dar verosimilitud a cualquier relato, los personajes
han de tener nombre. El nombre nos acerca a ellos, a su vida y su realidad,
aunque sean inventadas, y prepara el terreno para establecer vínculos
emocionales que, con personajes anónimos, sería mucho más difícil, por no decir
imposible. La madre se llamará Inés ¿por qué? No lo sé, es el primer nombre que
me ha venido a la mente. Los niños serán Sergio, el mayor, de 8 años, que se
llama como su padre, y Tomás, de 6 años, que heredó el nombre de su abuelo
materno, fallecido durante su embarazo, el perro, un callejero muy salao, se
llama Godo, de Godofredo. El resto de personajes, si los hubiera, recibirá
nombre según vaya apareciendo en la historia, que todavía no sé cómo se
desarrollará y, como suelo hacer, irá creciendo hacia el lado que ella misma
quiera ir, limitándome yo nada más que al papel de amanuense con galones.
Nos habíamos quedado en que era una soleada mañana de verano
en un pueblecito costero, del Cantábrico que tiene más carácter. Como los niños
acostumbran a levantarse tarde, Inés devora las páginas de su e-book con
hambre, qué digo con hambre, con ansia. Uno de los momentos cumbre de la
novela, cuando se va a desvelar la trama, es interrumpido por el estridente
chirriar de la puerta de la habitación de los niños, por donde aparece Sergio
frotándose los ojos con la mano derecha y rascándose el culillo con la
izquierda.
-Mamá, quiero desayunar- dejó caer, a modo de saludo, con la
voz ronca después de los gritos y risas de la noche anterior.
-Ahora mismo ¿se ha despertado ya Tomás?- Preguntó Inés
mientras colocaba la tapa rosa del e-book.
-No, sigue dormido como una almohada, y Godo también- A
Sergio le encantaba hacer comparaciones y se pasaba el día haciéndolas. A veces
eran acertadas, a veces no.
-No te lo creas, Godo está detrás de ti moviendo el rabo;
has hablado de desayunar y él dice que también quiere.
-Prepárame el colacao y Godo, si quiere, que coma pienso,
que se está volviendo más señorito que un... señorito
-Vale, despierta a tu hermano mientras caliento la leche
-Voy
Inés se levantó del sillón con agilidad y entró directa en
la cocina que, es lo que tienen los apartamentos de vacaciones, das tres pasos
y te has pasado la cocina de largo. Sacó la leche de la mini nevera y dos
tazones desportillados del mueble, los llenó casi hasta arriba y los puso a
calentar en el microondas. En esas estaba cuando Sergio volvió a aparecer.
-Que no se despierta, mamá
-Cómo que no se despierta, ya verás tú si se despierta:
¡Tomás, te quiero en la cocina a la voz de ya, que son las 11 y media de la
mañana!- Dijo con autoridad levantando la voz.
Ni Tomás ni Godo, que se había subido a su cama y apoyado la
cabeza en sus piernas, movieron un músculo. La madre entró y se sentó en la
cama del niño.
-Godo, baja de ahí ahora mismo, que te tengo dicho que no te
subas en las camas, que me pones la colcha llena de pelos- Ordenó Inés. -Vamos,
Tomi, remolón, levanta que se te va a juntar el desayuno con la comida- reclamó
amorosa mientras acariciaba el pelo del niño, que no reaccionó. -¡Tomi! ¿Estás
bien?- exclamó más que preocupada, y empezó a zarandear a la criatura que no
respondía a estímulos.
El perro, solidario, comenzó a gemir y llorar lastimero, lo
que no hizo sino poner más nerviosa a Inés, que lo echó de la habitación con un
gesto. La madre trató de adoptar decisiones con frialdad pero no podía, le
asaltó el recuerdo de su marido, sin pulso en la cama, también una mañana de
verano, y rápidamente asió el brazo de la criatura, con firme delicadeza buscó
los latidos junto a los tendones de la muñeca y exhaló un suspiro de alivio
cuando notó las pulsaciones en la yema de los dedos. Estaba vivo pero ¿por qué
no despertaba?
A Sergio, testigo de toda la escena, se le habían olvidado
el hambre, el desayuno y las comparaciones; solo miraba en silencio apoyado en
la puerta abierta del cuarto.
-Cariño, tráeme el móvil- Trato de pedir Inés impostando
serenidad aunque un temblor ingobernable de la voz la delataba.
Escasos segundos tardó en aparecer el crío con el teléfono
de su madre quien, en un gesto eléctrico, se lo arrancó de las manos y marcó
varias veces hasta que acertó con el 112.
-112, buenos días, le atiende Sara ¿en qué puedo ayudarle?
-El niño, que no se despierta
-Cómo que no se despierta, sea más precisa, por favor ¿está
dormido o ha sufrido un desvanecimiento?
-Está dormido, o lo estaba, no lo sé. He venido a
despertarle y no reacciona, tiene pulso pero no...
Inés enmudeció. Tomás continuaba tumbado boca arriba, en la
misma postura, sin hacer un solo gesto pero ahora con los ojos desmesuradamente
abiertos fijos en un punto indeterminado del techo.
-... Ha abierto los ojos
-¿Ya ha despertado?
-No, no lo sé, no reacciona
-¿Qué edad tiene el niño?
-6 añitos
-Tiene toda la apariencia de ser un virus nuevo que está
afectando a mucha gente. Denos su dirección y le enviamos un Equipo de
Intervención Rápida.
-Aha...
Ya sin palabras, la mujer comprobó que el perro también
permanecía inmóvil, hasta su cola inquieta, de latigazo incontrolable, estaba
relajada sobre la alfombra. Trató de tragar saliva pero no pudo.
-El perro...
-¿Calle del perro?
-No, el perro también...
calle de la Montaña, número 3, bajo C. Dense prisa por lo que más
quieran, esto pinta muy mal.
-No se agobie, señora. Ya van para allá. Si observa cambios
reseñables, vuelva a llamar y pregunte por mí. Buenos días.
-Aha...
Sin desviar por un instante la mirada de su hijo pequeño, y
su perro, inmóviles, con los ojos muy abiertos pero sin un mínimo parpadeo,
Inés pidió a Sergio que le trajera del baño el frasquito de las lágrimas
artificiales que usaba con las lentillas. Por una parte evitaría que se le
resecaran los ojos a Tomás, también al perro, y de otra mantendría al otro niño
ocupado para que no se relajara y, con la inactividad, corriera la misma suerte
que su hermano.
-No las encuentro, mamá- Se oyó la voz del chico desde el
cuarto de baño. Inés recordó que las había guardado en la parte de arriba del
armarito para evitar que los niños jugaran con el frasco y se lo vaciaran, como
ya había ocurrido antes. No le quedó más remedio que ir ella personalmente a
buscarlo. -Ya voy yo, hijo- Respondió.
Fue y volvió como un torbellino en cuestión de segundos. A
su regreso, con el mayor a su lado, comprobó que no había habido cambios en la
situación de los “ausentes”. Vertió un generoso chorro de lágrimas en cada ojo
de Tomás y, cómo no, los ojos de Godo también tuvieron su ración lubricante.
Ninguno reaccionó al regalo recibido pero sus corneas, ya algo resecas,
recobraron el brillo habitual.
Sergio, asustado por la inquietante inmovilidad de su
hermano pequeño, se sentó a los pies de la cama e, inconscientemente, comenzó a
acariciarle las piernas por encima de la sábana. Era un movimiento repetitivo y
cadencioso que poco a poco le fue venciendo. Su madre miraba hipnotizada los
ojos abiertos del pequeño de la casa y, a cada poco, ponía un par de gotas en
cada ojo de la criatura, por un momento volvió la cabeza hacia Sergio y, ahí
estaba, con la cabeza apoyada en la sábana que cubría las piernas de su
hermano, pero completamente quieto ya.
-¡Sergio!- Exclamó Inés sin ninguna contención.
-¿Qué? Mamá- Respondió el hijo frotándose los ojos.
-¡Ahhh!- Suspiró la madre con alivio, y preguntó -¿Estás
bien?
-Sí, tengo sueño
-Por favor, hijo, levanta de ahí y ni se te ocurra dormirte.
-Vale, mamá- Y con movimientos algo abotargados se
incorporó.
-Ponte un rato la tele, hijo, así te entretienes.
-Vale, mamá- Contestó el niño, en un susurro dócil y
pesaroso, mientras salía por la puerta.
Las situaciones de impotencia ponían de los nervios a Inés
desde siempre, contemplar una escena que le preocupaba sin poder hacer nada,
intentar resolver un problema cuya solución no estuviera en sus manos o no
poder atajar una dificultad por encima de sus capacidades era algo por lo que
le llevaban todos los demonios; si, además, en cualquiera de estos casos, se
veía involucrado cualquiera de sus hijos, un velo rojo se posaba delante de sus
ojos y su mirada se tornaba irracional e impulsiva. Este momento era todavía
peor, no podía hacer nada pero es que no sabía qué hacer. Volvía a echarle
gotas en los ojos abiertos de par en par, le tomaba el pulso de nuevo, ponía la
mano en su frente por si hubiera cambios perceptibles en la temperatura, le
zarandeaba suavemente mientras repetía su nombre en diferentes tonos, levantaba
la ropa y rebuscaba por su hubiera algún bicho u otro animal que le hubiera
picado, volvía a colocar amorosamente la ropa y vuelta a empezar. Todo mientras
unas lágrimas silenciosas con sabor a desesperación resbalaban por sus
mejillas.
Los minutos transcurrían a cámara lenta y llevaba ya 10
minutos esperando la asistencia médica que vendría con la ambulancia. Al fondo,
en un runrún discreto, se oía la televisión que Sergio había puesto bajita, por
no molestar, pero no se oía ningún sonido más. La madre se levantó de un
brinco, sobresaltada, y salió al salón donde estaba puesto en la tele un canal
de dibujos animados, de esos que le parecían todos iguales pero que sus hijos
tenían perfectamente catalogados. Aparentemente, el niño, sentado en el sillón
de espaldas a la puerta, miraba la pantalla pero algo raro pasaba, cuando llegó
a su altura, confirmó sus peores sospechas; el cuerpo del niño estaba ahí, pero
sus ojos completamente abiertos y sin la mirada vivaz de siempre, decían que
dentro no había actividad alguna.
Inés se desplomó de rodillas, presa de una desesperación
estéril, sin saber si llorar, gritar, dejarse llevar ella también por lo que
quiera que fuese, luchar por no ceder o pensar alguna alternativa nueva que lo
explicase. Optó por llamar al 112, como le habían recomendado y preguntar por
Sara, que tan amablemente le atendió antes.
-Hola, soy Sara, qué sucede.
-Mi Sergio también está igual que el pequeño, no reacciona a
nada.
-¿Cuándo ha sido?
-No sé, hace un minuto o dos.
-¿Ha hecho algo especial, algún movimiento o ruido o
cualquier cosa distinta?
-Yo estaba en la habitación con el pequeño y él en el salón
viendo la tele, me ha dado cuenta ahora que he salido.
-De acuerdo. El equipo de Intervención Rápida no creo que
tarde, tiene la base un poco lejos de usted pero van a toda velocidad.
Manténgase todo lo activa que pueda pero deje la puerta abierta por si, cuando
lleguen, usted está también afectada. Sigo a su disposición a este lado del
teléfono.
-Gracias ¿no hay nada que yo pueda hacer?
-Hasta que no se evalúen los casos no sabremos exactamente
de qué grado de afectación se trata ni, como es lógico, la dosis ni el modo de
administrar el tratamiento. Tenga un poquito de paciencia.
-No es tan fácil...
-Lo sé, usted inténtelo.
-Gracias, Sara
-Ánimo- Sonó un frío clic y volvió la soledad.
Entretuvo el tiempo de espera yendo del saloncito a la
habitación, administrando, ya con más contención, las lágrimas artificiales,
echando un fugaz vistazo por la ventana, tomando el pulso y poniendo el dorso
de la mano en la frente de los ausentes para detectar cualquier incremento de
temperatura y, tras otro vistazo en espera de la ambulancia, vuelta a empezar.
A los 15 minutos, más o menos, de la segunda llamada escuchó
por fin la ansiada sirena, primero en un rumor lejano que fue ganando en
intensidad y estridencia a medida que se iba acercando. Inés salió al portal y abrió la puerta de la
calle justo en el momento en que llegaba la ambulancia y... pasaba de largo sin
siquiera frenar un poco. Sorprendida, tardó un par de segundos en reaccionar
pero rápido salió a la calzada y empezó a hacer gestos ostensibles con los
brazos para llamar la atención del conductor. El vehículo torció por la primera
bocacalle a mano derecha y la mujer dedujo que, con las prisas, se habían
pasado de largo pero darían la vuelta a la manzana y volverían otra vez.
Los sonidos se fueron alejando en la misma medida que se
aproximaron; derrotada, desanimada, agotada e incapaz de hacer nada por
remediarlo, se dejó caer en el escalón que daba entrada al portal, notó como
las lágrimas, estas sí, auténticas, brotaron a borbotones de sus ojos y apoyó
la cabeza en la loseta de imitación a mármol de la pared...
Una furgoneta blanca, aséptica y discreta, aparcó en la
misma puerta sin hacer ruido. Se abrieron sus puertas y bajaron una mujer y un
hombre jóvenes, ataviados con batas azules que, de un vistazo, identificaron a
Inés como otra víctima afectada por el virus. La sentaron en una práctica silla
plegable con ruedas y la introdujeron en la casa abierta donde esperaban los
otros tres “durmientes”. Colocaron a
todos en el sofá, abrieron su funcional maletín negro, sacaron unos cables que
enchufaron a una toma común conectada al puerto USB de un portátil de última
generación. Cada uno de estos cables fue conectado, a modo de auriculares, a
los oídos de los afectados y se pusieron a la tarea de pasar el antivirus.
El nuevo virus Wannasleep ya había infectado a mil millones
de equipos humanos y subiendo...
¡Malditos hackers!
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