Los dedos del administrativo se deslizaban
vertiginosamente sobre el teclado mientras sus ojos ya estaban dirigidos a la
ventanilla.
-Buenas tardes ¿le puedo ayudar?- Preguntó a la mujer que se
acercó inquieta con un niño en brazos.
-Sí, mire usted cómo se le está poniendo la cara a mi Iván,
toda llena de granos.- Respondió ésta mientras mostraba el lado derecho del
rostro de “su Iván”, completamente enrojecido y plagado de pústulas que se
veían brotar por momentos, mientras, con modos de contorsionista profesional,
entregaba a duras penas la tarjeta sanitaria.
-Mamá, me pica mucho, me pica mucho, me pica mucho, ...-
Repetía la criatura, de unos cinco años, mientras trataba de zafarse del abrazo
inmovilizante de su madre para rascarse compulsivamente.
La madre recolocó con dulzura los brazos del niño alrededor
de su torso y le susurró con amor –Ya sé que te pica mucho, cariño, pero
aguanta un poquito, cielo, no te rasques para que no te queden señales; verás
como enseguida te ponen algo para que se te pase.-
Un simpático celador, que mascaba chicle como si le fuera la
vida en ello, acarició levemente el pelo de “su Iván” y acompañó a éste y a su
madre a la sala de espera de Urgencias. El niño sollozaba en su desesperación.
La sala de espera estaba habitada por el catálogo completo
de personajes que dicta el Protocolo de Salas de Espera de Urgencias dictado
por el ministerio. A saber:
Una anciana medio dormida en un sillón, que respiraba con
dificultad; una señora locuaz, con el gotero instalado en el brazo derecho, que
bailoteaba el izquierdo como un director de orquesta mientras contaba a tirios
y troyanos su cólico nefrítico; una niña de uniforme en una silla de ruedas,
con un pie descalzo y el tobillo hinchado como un odre, acompañada de una monja
con cara de fastidio; un señor enjuto, con mascarilla de oxígeno, que miraba
nerviosamente el reloj cada quince segundos reprimiendo su ansia de salir a
fumar y el dúo formado por Iván y su amorosa madre que se instalaban en las
sillas del rincón. A primera hora de la tarde no había demasiado jaleo.
El pediatra de guardia hizo un gesto con la mano a la madre
de “su Iván” y ésta se levantó como un relámpago para seguirle por el pasillo.
-Vamos a examinar al chico ¿sabe usted su ha tocado algo
tóxico o ha comido algo que le haya hecho esa reacción?- Preguntó el pediatra
con solvencia profesional.
-No, nada raro. Hemos hecho lo de siempre: Fui a buscarle al
cole y nos acercamos al huerto, que nos pilla de paso camino de casa, a saludar
a mi padre que estaba recogiendo algunas verduras aunque, ahora que lo dice...-
Dejó colgada la frase mientras miró fugazmente al techo abriendo la boca como
quien repara en algo evidente que no había visto pese a tenderlo ante los ojos.
-¿Qué?- Dijo el pediatra encogiéndose de hombros, intrigado
por la pausa dramática.
-Pues que ya sé lo que ha pasado: Había un grupo de
trajeados hablando con mi padre y, sin mediar provocación, apareció un tío con
barba de entre las alcachofas, me arrebató al niño, todo baboso lo besó ante
las cámaras y me lo devolvió balbuceando no sé qué de los malos.
-Acabáramos- Respondió aliviado el pediatra –Esto es una
dermatitis atópica, factor C. E., es decir, provocada por la campaña electoral.
Abunda mucho este año. Un poquito de
agua y jabón, una crema para el picor y en un par de horas estará como nuevo.-
-Uff, gracias, no sabe usted lo que me tranquiliza- Hablo la
madre mientras cogía aire.
El pediatra se paró, la agarró del brazo, y exclamó
preocupado: -¿Se han acercado a usted para algo?-
-Sí, vino todo el grupo y me dieron la mano, unos papeles y
una gorra azul- Dijo ella con cierta crispación.
Y concluyó el pediatra: -Rápido, mire si lleva el monedero-
-¡Dios mío!- Rebuscaba y rebuscaba inútilmente en el bolso.
-A la Guardia Civil me voy ahora mismo...-
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