Hace años circulaba un dicho afortunado que rezaba: “No le
digas a mi madre que soy periodista, ella vive tranquila pensando que soy
pianista en un burdel”. Hoy, vamos
a terminar de manera parecida todos los que creemos que este sistema político,
social y de convivencia que, con mucho esfuerzo, nos dimos hace varias décadas, puede ser perfectamente válido si hacemos las necesarias modificaciones para vivir en
armonía democrática pero, por favor, no se lo digas a nadie, pueden acusarte de
casta o algo peor, ya sabes: Un poco de casta, basta para que te etiqueten y
quedes marcado de por vida.
Se ha puesto de moda, entre jovenzuelos que todo lo saben, dotados
de la osadía propia de la ignorancia y viejas glorias frustradas del rojerío
rampante, poner en solfa aquella Transición que, si bien no fue tan modélica
como nos publicitaron, sirvió para
el objetivo pretendido: Dotarnos de un sistema democrático, más o menos a la
altura de los países de nuestro entorno, para lo bueno y para lo menos bueno. Debo reconocer y reconozco que, cada
vez que cualquiera de estos especímenes que, insisto, todo lo saben y de todo
pontifican, acusa de vendida a la generación que peleó por la restauración
democrática, con gran sacrificio personal por su parte, a duras penas reprimo
la tentación de estamparle la mano abierta a mi interlocutor o interlocutora de
turno, para luego informarle que eso era lo menos que te podía pasar por mirar
a los ojos a un policía de aquellos tan amables de entonces. Nunca lo haré, mi
generación respeta incluso a quienes opositan constantemente para evitarlo.
Sé que es una pose falsa, artificial, de cara a la galería y
al "qué dirá" el comisario estético de turno; eso que tan acertadamente han dado
en llamar “postureo” y que estamos hasta el gorro de soportar quienes vamos por
la vida sin doblez. También se
lleva mucho ser anti-todo, no confundir con antídoto que es exactamente lo
contrario de la toxicidad a la que me refiero. Normalmente, con ser
antifascista se podía caminar dignamente por la vida, hoy no, hoy hay que odiar
¿a quién? Qué más da, al que se ponga a tiro, a todo aquel que discrepe de mi
verdad única, auténtica e infalible; a la pública picota con él. ¿A qué? A todo
lo que ponga en peligro mis planes, tácticas, estrategias, intereses e
intenciones. Qué importa que su discrepancia sea legítima y argumentada con
razonamientos de lógica implacable, si estorba se elimina y si no hay motivos,
se inventan. ¡Faltaría más!
La denostada, traicionada, repudiada por vendedores de
crecepelo y rencorosos acomplejados, la generación que le echó toneladas de
gónadas para forjar la Transición, no estaría discutiendo si son galgos,
podencos o caniches de nuevo rico y hace ya muchos meses que tendríamos un
gobierno estable que, además, sería de izquierdas. Pero, claro, eso está mal visto
en el libro de estilo del Antisistema.
No le digas a mi madre que no soy antisistema, ella cree que
estoy en la cárcel por haber insultado a un ministro en Twitter y piensa que me
van a hacer concejal, diputado o algo.
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