Apoyada en el respaldo notó como si la brisa, fresca y
vigorizante, le moviera levemente el flequillo. El sol de 6 de enero lucía
brillante y limpio pero vacío de calor, sólo la ropa de abrigo abombada y
superpuesta, además de la bufanda, guantes y gorro de lana mitigaban el frío de
la mañana con solvencia y los pies lo certificaban envueltos en gruesos
calcetines polares dentro de unas botas con borra de lana en su interior. Los
árboles se sucedían sin orden por los
senderos y la mezcla de las copas tupidas de los pinos y las ramas desnudas de
plátanos, olmos y acacias trasladaba al paseante a la caprichosa voluntad de la
naturaleza.
Sin moverse de su mullido asiento, recorrió con detenimiento
los rosales que aún daban vida a los parterres, la tímida hierba que tozuda
intentaba verdear y, cada mañana, era teñida sin piedad de blanco aséptico y
funcional por el rocío, como un quirófano donde el invierno operaba la vida
enferma y obraba sus milagros.
A su espalda, el bullicio iba a más. Voces de asombro, risas
nerviosas, papeles rasgados con prisa y gritos ininteligibles pero entusiastas.
Sólo era el comienzo del principio del aviso que anunciaba el torbellino de
sensaciones que explotan la mañana de Reyes y no hace prisioneros, arrasa
cuanto encuentra y lo empapa todo de ilusión y alegría desatada.
A Lucía no le gustaba; le asustaba y molestaba a partes
iguales, los chillidos aturdían su endeble sensibilidad y, a medida que la
felicidad infantil aumentaba el volumen, ella se aislaba un poco más en su
jardín favorito.
Siguió deambulando o paseando o huyendo oculta tras los
setos cuya opacidad le prestaba sensación de seguridad, intimidad y esa soledad
deseada que tiene algo de masoquismo y algo de nirvana. Cerró los ojos y sus
pies siguieron avanzando por un camino pisado a diario, desplegado al detalle
en la memoria. Tropezaron... Lucía,
extrañada, abrió los ojos incrédula y ahí estaba: Un paquete envuelto en papel
rojo brillante con pequeños lunares blancos; estaba rodeado por un gigantesco
lazo de seda verde y salpicado de pequeños brillos de purpurina.
Presa de la curiosidad se agachó, tomó el lazo tímidamente y
tiró con cautela de uno de sus extremos. Como por ensalmo el nudo se deshizo,
cayó y reposó con suavidad en el suelo, seguido del papel que levantó una
pequeña nube dorada de purpurina. Allí estaba: era la habitación de una casa de
muñecas donde, sentada en un sillón situado en el rincón junto a la ventana,
una niña sonreía mientras paseaba por un parque pintado en la pared...
1 comentario:
Oh!😍😍
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