Entre el frío objetivo, ese que no hay subjetividad que lo
relativice, y el viento que hacía moverse las baldosas de la acera, más que
caminar, corría con las manos hasta los codos en los bolsillos del abrigo, y
pensaba, “como me tropiece, el hostión va a ser de los de estar una semana
cagando dientes”. Fue cuando las vi, saliendo de Supertodoauneuro con una
sonrisilla que, en aquel momento, embebido en mis cuitas, no me hizo sospechar
nada; eran solo dos ancianitas embozadas casi hasta los ojos entre el cuello de
sus abrigos guateados, la bufanda de lana rosa de factura casera y el gorro
haciendo juego.
A punto de llegar a su altura, un ruido sordo llamó mi
atención, lo busqué con la mirada y ahí estaban, unas tijeras nuevecitas, con
su cartón y su funda de plástico transparente. La señora comenzó una torpe
maniobra para intentar agacharse pero yo la detuve con un gesto y me dispuse
gentilmente a recogerlas. El contacto de la mano con el plástico me sorprendió,
estaba extrañamente caliente y se lo hice saber a la mujer: -¡Huy, qué caliente
está!- -Es que las llevaba en el refajo- respondió ella estallando en una
carcajada. La otra, que se sujetaba trabajosamente la tripa prominente con las
manos por fuera del abrigo, comenzó a temblar de la risa y, en cuestión de
segundos, ambas sembraron la acera
con: Una caja de bolígrafos, dos grapadoras, un reloj digital de cocina, un
manojo de violetas de plástico, varios pares de calcetines negros, un puñado de
bragas de algodón king size, un
juego de utensilios de cocina de madera, una máquina de gofres, media docena de
perchas, tres pares de zapatillas de paño y una máquina de coser de viaje. Ni
que decir tiene que, lo primero que hice, fue dirigir instintivamente la mirada
hacia el interior de la tienda; sin problema, el chino que vigilaba estaba tan
pendiente de unos adolescentes que rondaban la máquina de refrescos que, dos
simpáticas ancianitas de pelo blanco, no llamaron su atención.
Una de ellas, la de la risa escandalosa, sacó una bolsa de plástico, arrugada en modo infinitesimal, que llevaba en el bolsillo
para ponérsela en la cabeza por si empezaba a llover y le estropeaba el peinado,
que la peluquería cuesta 9 euros y no es cosa de tirar el dinero; me la tendió
y me invitó a meter en ella el alijo desparramado por la acera. Yo, hipnotizado por esa muestra de
descaro y suficiencia, me convertí en colaborador necesario de la ginogerontocleptomanía lucrativa y fue mi perdición. Las puertas del delito se me abrieron de par en
par y es una droga que, una vez probada, no permite marcha atrás.
Desde aquella aciaga tarde hemos desvalijado medio polígono
Cobo Calleja, todos los bazares de la periferia sur de Madrid y buena parte del Chinatown de Usera. Los
peristas en menudeo y cachibaches se nos rifan y estamos pensando seriamente ampliar
nuestro área de negocio al mundo pakistaní.
El Comando Laca nos llaman, no te digo más…
1 comentario:
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