El pequeño caracol trepaba con esfuerzo por la pared lisa,
brillante de baba en el camino recorrido. A la altura del interruptor de la luz
pensó: mira, un balancín. Se subió en él pero durante un rato largo no pasó
nada, faltaba otro amigo en el lado contrario para poder jugar. Bajó
contrariado y continuó su camino hacia el marco de la puerta. A lo tonto, a lo
tonto, había pasado ya media mañana cuando llegó trabajosamente al hueco
practicado en la madera para alojar el resbalón. Mmmmm, una trinchera, imaginó,
y se metió buscando el fondo.
El resbalón, tan antiguo como la propia puerta, se resistía
a ceder al empuje y su dueño, empeñado en ese capricho absurdo de que las
puertas deben cerrarse, lo engrasó con generosidad. El caracol empapó su pie
viscoso en aceite lubricante y, al salir del hueco del resbalón para continuar
su periplo, patinó en el barniz y por efecto de la gravedad se deslizó
suavemente hasta el suelo. Cinco horas de escalada laboriosa se habían
desvanecido sin dejar rastro con su aterrizaje en el punto de partida.
Afortunadamente, la memoria no es una característica propia de los moluscos y
todo le pareció apasionante y novedoso, de modo que se le ocurrió escalar por la pared a
ver qué encontraba.
El niño vestido de comunión de la foto de la vitrina sonreía
para sus adentros mientras imaginaba las perrerías que le haría al inocente
caracol con el rosario de nácar, colocado para la foto, que sostenía en las
manos. Esa imagen le distrajo un momento del enfado que le invadía: el traje.
El maldito traje de marinero ya había sido testigo de las hostias recibidas por
sus tres hermanos mayores y, aunque cuidado con mimo, ya había perdido el
apresto de la tela nueva y se notaban los sucesivos pliegues que certificaban
la mayor estatura de los hermanos pequeños respecto a su predecesor. Él quería
un traje nuevo. Bueno, no, en realidad lo que quería era un reloj, porque era
tradición que, el día de su primera comunión, los niños tuvieran su primer
reloj de pulsera; si no fuera por eso, habría hecho la comunión Rita la Cantaora.
Un Dogma Prima con nada menos que 17 rubíes, que no sabía lo
que eran pero nadie negará que sonaba señorial; tuvo la culpa de su comunión,
con su esfera blanca, nacarada, la caja y corona doradas y su correa de cuero
fino marrón clarito. Precioso.
El póster de Banksy no estaba de acuerdo. La niña que cachea
un soldado junto a su fusil negaba con la cabeza mientras, una y otra vez,
pasaba las manos por la tela del uniforme buscando armas ocultas. Alzó el rostro, miró a la foto del niño
de comunión y murmuró: ¡Vaya chorradas las que ofenden a estos pequeños
burgueses! Y siguió a su tarea como si nada. Le hubiera gustado tener un vestido blanco, como una
princesita, pero en Gaza no quedaba sitio para la pureza y los relojes no eran
necesarios, los bombardeos marcaban las horas con precisión suiza, o israelí,
quién sabe.
Un bostezo a tope de agudos me devolvió al mundo. El año que
viene sin falta hago planes para Semana Santa.
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