Estos son mis momentos favoritos, te veo tumbada ahí,
completamente desnuda y entregada.
Trato de apartar la mirada de ti pero es imposible, tu imagen está presa
en mis ojos y un torbellino recorre mi espalda; cuando rozo tu piel tengo que hacer un gran esfuerzo para no
abalanzarme apasionadamente sobre tu cuerpo porque lo nuestro es la sutileza,
la tuya y la mía, jamás me hubieras consentido la grosería como muestra de
pasión y ese tampoco es mi estilo.
Comienzo por tus pies, acaricio sus dedos uno a uno,
con detenimiento, haciendo una parada ceremoniosa en cada pliegue; a continuación dejo descansar el
pequeño pie entre mis grandes manazas y lo masajeo con firmeza inundándolo con
mi calor, esas plantas tan frías deben ser terribles en la cama, puestas sobre
el estómago en una noche de invierno.
Los dedos, ansiosos por avanzar sobre tus piernas se
han aferrado ya a los tobillos pero yo los obligo a retroceder y frotar las
leves durezas de los talones. Lo
que os hacen sufrir los zapatos a las mujeres.
Mientras pensaba en la tortura del calzado mis manos
han aprovechado el descuido trepando con suavidad hacia las pantorrillas con un
roce suave, casi imperceptible, que transcurre del empeine a la rodilla y del
talón al interior de tus muslos.
Por cierto, que graciosa resulta la sensación de percibir el tenue
pinchazo del vello que asoma por algunos poros.
Una vez instalado sobre tus rodillas, resulta ya
imposible contener el galope de mis dedos buscando el vértice de los muslos y,
en un ejercicio de masoquismo, castigo a mis ojos a hacer el recorrido
contrario buscando cada matiz que me hable de ti y veo las uñas de los pies
pintadas de rojo intenso, te gusta ir descalza. En la blanquecina piel de las espinillas se aprecian las
huellas de una infancia alegre y en el marfil de tus corvas unas pequeñas
venillas moradas proclaman tu reciente maternidad. Y sigo estudiando cada peca, cada señal, como si quisiera aprenderte
de memoria.
Las manos no tienen sentimientos y, mientras me
emociono observándote, mis dedos juegan al escondite en tu pubis. Que suave y sedoso es este vello y, a
ambos lados de tu hendidura, una pelusilla rubia que, con la luz, forma un halo
de magia. El olor del jabón
amortigua el natural, almizclado, excitante y turbador. Siento tentaciones de ir a por los
trastos de afeitar pero no lo voy a hacer, no soy un pervertido.
Con la pena del soldado que abandona su casa rumbo a
la batalla, mis manos siguen vientre arriba, palpando a cada instante, a cada
paso y cuando, con parsimonia descubren la perfección de tu ombligo, comprenden
que ya han pasado el punto sin retorno y no habrá lugar para el
arrepentimiento, la morbidez de tu cuerpo obliga a un trabajo concienzudo.
Y de la cintura paso a tus manos y mis dedos, al
encontrarse con los tuyos aprenden lo que es el desconcierto de tenerte, a la
vez, tan cerca y tan lejos. Esas
uñas triangulares pintadas, como en los pies, de rojo, son diez señales de
peligro y, el hecho de haber llevado anillos en todos los dedos y pulseras y
reloj en las muñecas, da a tus manos el delicado aspecto de porcelana
policromada. Los brazos son dos
toboganes a los que me lanzo para buscar tus hombros y éstos, el trampolín para
acceder a tus pechos, firmes aún pero también un poco descolgados hacia los
lados por el peso. Otro síntoma de
maternidad. Instintivamente acerco
los labios al pezón que corona la areola sonrosada y creo notar el sabor amargo
de la leche materna. Será mi
imaginación porque ese pecho ya dejó de alimentar un bebé.
Por fin entro en mi zona predilecta, el cuello, la
parte más elegante y sensual de una mujer; cualquier sentido que emplees será acertado aunque mis
preferidos sean el tacto y el olfato, sentir la nariz persiguiendo a los dedos
de la nuca a la garganta zigzagueando entre el hombro y la oreja es un placer
reservado a unos pocos elegidos y yo soy uno de ellos.
La cara ya es otra cosa porque sólo se la puede mirar,
un beso o unas caricias, si no obtienen respuesta se vuelven contra ti mismo,
son una ceremonia de frustración y, en tus ojos azul descolorido puedo leer que
nunca me darás contestación.
Tras darte un corte en la garganta de parte a parte y
otro desde el pecho hasta el pubis has perdido todo tu encanto.
Este es el drama de ser médico forense.
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