Durante toda la semana le habían estado molestando las
cervicales o los músculos del cuello o lo que fuera, pero había movimientos que
tenía proscritos en defensa propia, salvo que quisiera tener un alicate
retorciéndole el cogote para el resto del día. Hacía esfuerzos por permanecer
erguido y vencer la tendencia natural de su cuello de proyectarse hacia
delante, como los buitres y, cada vez que estiraba el pescuezo para arriba, una
serie de crujidos le recordaban el número de vértebras que corrían el riesgo de
descoyuntarse dejándole tirado en el suelo, definitivamente insensible a estímulos, igual que
una jarapa raída y arrugada.
Hollar el fósil de moqueta floreada que aún quedaba a la
entrada del local, le recordaba lo que hace un tiempo fue y tenía un efecto balsámico
en su maltratada estructura ósea: a medida que se adentraba en el pasillo, el
dolor disminuía hasta diluirse en un recuerdo prescindible, del mismo modo que
las paredes enteladas en los tiempos de la Guerra Fría, atesoraban aromas de
tabacos de todas las épocas y modas, efluvios que el cerebro ya se había
acostumbrado a ignorar. El trayecto de entrada tenía un algo de rito iniciático
que se sabía superado cuando, los cuatro metros de bajada, desembocaban en el
salón, mucho más amplio de lo que auguraba su angosto acceso, mucho más pequeño
de lo que le gustaría a su dueña, una señora de edad indefinida que contaba,
sin mediar provocación, que en sus años mozos había sido grupie de Sinatra.
Siempre sonaba la música, ya fuera sangrante o enlatada
aunque, como mandan los cánones, un cuarteto de jazz en esa tarima de cuatro
por cuatro metros, embrujaba para siempre todas las almas que por allí habían
pasado, ya fueran en cuerpos presentes o ausentes. Instalaba un resorte en el
cerebro que invitaba a llevar el ritmo silencioso con un leve movimiento del
pie, en cuanto le llegaban cinco o seis notas aparentemente desordenadas. Él,
como su carácter, siempre a la contra, no era de llevar el ritmo desgastando
zapato y su naturaleza le desviaba el diapasón a la cabeza, que adquiría una
cadencia ondulante sincronizada con las escobillas que acariciaban los parches
de la escuálida batería. Al rato, todo él se cimbreaba elegante como un hombre
orquesta imaginario y las miserias de su castigado esqueleto quedaban
archivadas en la carpeta de ofensas olvidadas. Efecto terapéutico del jazz, lo
llamaba él.
El sabor amargo y tibio, trasmitido por una pajita babeada,
que dejaba en el paladar el último trago de una copa, era rápidamente reparado
por la frescura del vaso siguiente, cuyo proceso se repetía seis o siete veces
en una noche, entreverado por comentarios pretendidamente ingeniosos al
camarero, sobre el peligro de administrar alcohol generosamente en la
barra, combinado con la prudencia obligada sobre ruedas. Estos comentarios se
sucedían cada copa, cada noche, cada semana y cada mes desde hace años. Desde
aquel día.
Porque sí, hace unos años, demasiados quizá, fue algo
parecido a un hombre orquesta, pero ya no cogía las baquetas con estilo de
Nueva Orleans, ni soplaba el saxo buscando la clase de Charlie Parker, ni rasgaba
la guitarra como Django Reinhardt, ni acariciaba el piano emulando al
inimitable Thelonius Monk; sus manos retorcidas como sarmientos solo alcanzaban
a pulsar el enorme botón que activaba el teléfono o ejecutar los simples
movimientos del joystick de la silla de ruedas de última generación, mientras
repetía en su mente el comentario ingenioso sobre el peligro de administrar alcohol generosamente en la barra, combinado con la prudencia obligada sobre
ruedas, que alguien ignoró hace años y él no volvería a olvidar.
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