Cuando fui al médico reconozco que lo hice un poco
acojonado; me estaban creciendo “cosas”: uñas, pelo, dientes, opiniones, … y lo
hacían de modo desordenado y abundante. El doctor, tras un concienzudo
reconocimiento de mis extensiones corporales y mentales, me preguntó por
antecedentes familiares y prescribió una analítica completa de sangre, orina,
saliva e ideas. “Pero, qué es lo que tengo, doctor”, pregunté un el hilillo de
voz que permitía mi compungida garganta. “Excrecencias”, dijo él con seguridad
y me calmé bastante. Porque excrecencias es una palabra que no suena mal, no
tiene esa pátina solemne que augura algún tipo de sufrimiento y que acompaña a
los tradicionales términos médicos, ya sabes, esos que, invariablemente,
terminan en “itis”, “algia” o los peores “oma”. Excrecencia era una palabra que
no dolía, que se podía tolerar.
Para terminar de tranquilizarme, en cuanto llegué a casa
busqué la dichosa palabrita en el diccionario: Excrecencia: Del latín excrecentia. Femenino. Protuberancia,
generalmente carnosa, que se produce en animales y plantas, alterando su
textura y superficie natural. No
sé yo, pensé. Pasé los dedos por la piel del antebrazo para detectar posibles
alteraciones de la superficie y me pellizqué en la tripa con un poco de fuerza
para comprobar la textura pero nada, salvo un poco de dolor momentáneo, no
detecté nada que pudiera augurar ningún cambio reseñable y mucho menos una
protuberancia, lo que quiera que sea una protuberancia. De vuelta al
diccionario, resultó ser una prominencia más o menos redonda y, tras una nueva
consulta, descubrí que se trataba de una “elevación de algo sobre lo que está a
su alrededor o cerca de ello”. En resumen, para no aburriros: lo que el médico
me había dicho técnicamente, es que yo sobresalía por encima de los que había a
mi alrededor; o sea, que me crecían esas cosas porque sobresalgo de los demás o
que sobresalgo de los demás porque me crecen esas cosas, que eso todavía no lo he
aclarado.
Desde entonces vivo feliz, consciente de mi superioridad.
Pertenezco a esa selecta parte de la humanidad que destaca sobre el resto,
simple plebe que me rodea. Tolero sus naturales limitaciones condescendientemente
y trato de impartir mi espontáneo magisterio con discreción para no asustarles,
que el miedo les convierte en seres huidizos, cuando no peligrosos y así no hay
forma alguna de transmitirles sabiduría.
Alguien, algún día, en algún sitio, será consciente de mi
esfuerzo y lo reconocerá como merezco.
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