Los que tenemos la obligación/afición de salir a trotar por
ahí sin mediar provocación externa, aprovechamos unas horas muy razonables de
las mañanas veraniegas para salir a corretear, sin poner en peligro nuestra
integridad física ni mental con esos calores asfixiantes que apretan y mucho un
poco más tarde. El rato entre las ocho y las ocho y media me parece
particularmente agradable porque no necesitas darte un madrugón a la hora que
se está más a gusto en la cama, y, cuando regresas, ya ha subido algo la
temperatura, con lo que aceleras con gusto pero, sobre todo, no hay moscas.
Deben estar todavía durmiendo o desayunando o calentando músculos o leyendo el
periódico…, yo qué sé, el caso es que no dan por culo con esa pesadez contumaz
de que solo son capaces las malditas moscas.
Hoy ha sido de esos días en que te levantas con aparente
normalidad a la hora de siempre, haces lo mismo de siempre y cuando vas a salir,
como siempre, miras el reloj y has debido tener un viaje astral o algo así,
porque es casi media hora más tarde de lo habitual y no sabes cómo ha sido.
Preso de estupefacción, me he calzado las zapatillas y he empezado el trote
mañanero con algo más de calor de lo normal. La primera mitad del recorrido ha sido tan agradable como
siempre, por una zona umbría entre pinos, con leves cuestas para arriba o para
abajo que amenizan mi deambular por el campo. Rompí a sudar, como de costumbre,
hacia los quince minutos de carrera y ahí empezó todo a torcerse porque, al
poco rato de la aparición del sudor, apareció ella, la “mosca cariñosa”.
Decir que se empezó a emplear a fondo en mi rostro y los
diferentes orificios que lo adornan, sería un pálido eufemismo. Decir que mi
pelo sudoroso supuso para ella un apasionante parque temático, sería no hacerle
justicia. Decir que los pliegues mojados de mi cuello fueron los toboganes por
los que se lanzaba hasta aterrizar en el elástico de mi camiseta no reflejaría
verazmente la realidad. El dichoso insecto díptero se lo estaba pasando como en
su vida mientras yo trataba de mantener el ritmo de la respiración, acompasado
con las piernas, a la vez que manoteaba furiosamente en su busca, sin
resultado. Incluso, en más de una ocasión, creí haber escuchado alguna tímida
carcajada. La muy cabrona se estaba partiendo el culo a mi costa.
La vez que se coló por dentro de las gafas de sol me obligó
a parar, quitarme las gafas, jurar en arameo un par de maldiciones dizque
bíblicas y recuperar el paso mecido por el zumbido que, ahora, buscaba con curiosidad
felina mi oído interno. Estaba ya encendidito perdido, al principio creí que me
dejaría en paz cuando saliera de su zona, no fue así; luego que se cansaría de
tanto revoloteo a toda velocidad, mala suerte, el bicho estaba en una
envidiable forma física; después confié en cruzarme con otra persona, animal o
cosa que llamara su atención, ni de coña, se estaba trabajando un monográfico o
un estudio pormenorizado o una tesis sobre mi anatomía. No me dejaba tranquilo
ni a sol ni a sombra, hasta tal punto, que yo tenía ya ensoñaciones sobre que
se venía conmigo hasta casa, yo cogía el bote del insecticida y no la rociaba
con él, no; la sacudía con el mismo bote hasta dejarla reducida a partículas
subatómicas.
Embebido estaba en esos pensamientos asesinos cuando, enfilando la avenida que conducía a mi hogar, lo vi. Al principio no reparé mucho en su
presencia pero, a medida que me iba aproximando a él, mi mirada lo enfocó con
creciente precisión y fui consciente de que nuestra atención era recíproca. Era
un vencejo adulto que estaba, bajo el alar de una marquesina, apoyado en su
nido, del que asomaban y desaparecían tres pequeñas cabecitas que emitían un
chillido estridente. A medida que me iba acercando se fijó en mí y, al llegar
casi a su altura, emprendió el vuelo, remontó en el aire, realizó un giro
vertiginoso seguido de un picado fulgurante y, prácticamente rozando mi
desavisada nariz, hizo desaparecer de este mundo la mosca que llevaba
torturándome toda la mañana. Mi primera reacción fue de alivio pero, mira tú
por donde, después comencé a echarla de menos. Qué le voy a hacer, soy un
sentimental y ya la había cogido cariño…
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