Corría el minuto 5 del segundo tiempo cuando el árbitro paró
el partido. Inexplicablemente, los jugadores del Plaza Olavide Sport Escuela
habían comenzado a discutir entre ellos: primero palabras, después gritos,
luego empujones para pasar a dar patadas sin miramiento alguno a todo el que
pasara por sus alrededores.
El público, que había acudido a animar a su equipo en el
partido de máxima rivalidad contra el Parque Palacios, quedó sentado en los
bancos de cemento preso de una estupefacción extrema, sin dar crédito a lo que
veía. Al principio lo atribuyeron a algún tipo de apuesta absurda, un flashmob
desafortunado o una broma de esas de cámara oculta que tanto gustan en
televisión. Nada de eso, se estaban sacudiendo de verdad y con saña. Algún
espectador trató de saltar al campo a poner algo de paz y cordura pero, en el colmo
del surrealismo, los vigilantes de seguridad se lo impidieron, porra en mano,
con contundencia.
Mientras el árbitro consultaba con sus auxiliares qué debía
hacer; si debía sacarles tarjeta, pedir explicaciones al delegado de campo o la
directiva, dar por finalizado el partido y reflejar los sucesos en el acta o,
simplemente, no hacer nada y esperar que se les pasara el arrebato; desde la
grada, el que no estaba grabando la escena con un móvil, lo estaba haciendo con
dos. Esos minutos podrían valer un dineral en las manos adecuadas.
Los jugadores del Parque Palacios se miraban con extrañeza y
se les escapó algún comentario jocoso entre risas disimuladas pero, al constatar
que ya habían ganado el partido y en consecuencia la liga, se sentaron
relajados en el césped artificial a ver cómo terminaba la batalla. Cada patada,
puñetazo o mordisco era mas fuerte y alevoso que el anterior y, lejos de
amainar, los ánimos se encorajinaban más y más.
En el palco, los directivos se tiraban de los pelos. No unos
a otros, que eso ya sucedía en el césped, sino a sí mismos en una señal
inequívoca de desesperación. Después de eso ya nada sería lo mismo y, con
seguridad, el Plaza Olavide Sport Escuela, el decano de los equipos del barrio,
estaba viviendo sus últimos momentos de la manera más vergonzosa que podían
imaginar. Una afición modélica como la suya no se merecía ese bochorno
provocado unos jugadores comportándose como niños mimados, con rivalidades mal
gestionadas, envidias enfermizas, decisiones equivocadas y miedo, mucho miedo a
la derrota que se había convertido en ridículo espantoso.
Los cuatro periodistas locales que cubrían el partido
tomaron posición rápidamente por el jugador más influyente que, por cierto, no
era el capitán sino un tipo marrullero que se sentía cómodo dando instrucciones en
la sombra, ejerciendo de entrenador, jugador, masajista o utillero si hacerlo
servía a sus particulares intereses. El caso es que no había querido la capitanía cuando se
le ofreció pero ahora había cambiado de opinión y ordenado a sus colegas que
lesionaran al capitán y lo dejaran inútil para la práctica del deporte.
Cuando llegó la Policía se los llevó a todos detenidos y, a
la mañana siguiente al pasar a disposición judicial, les leyeron los cargos:
Fueron acusados de gilipollez extrema incompatible con los valores deportivos.
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