Cuando su dedo, suave, cálido y sugerente, dibujó una
sonrisa en la piel desnuda de mi espalda, comprendí que había ganado el primer
premio.
Cada vez que, sin quererlo, sin evitarlo, me sonreía con los
ojos como sólo esos ojos pueden sonreír, me sentí un ser privilegiado.
Ese momento en el que abrazas y eres abrazado con delicada
fiereza, hasta sentir dos corazones latiendo en sintonía, recompensa toda una
vida.
Sentarse a charlar, o callar, o soñar; confesarte reo de
complicidades privadas, íntimas como un temor ancestral, reales como tú y como
yo.
Ese instante eterno me eleva a favorito de la diosa fortuna
y me transporta a ese mundo ignoto… el de los seres felices.
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