sábado, 17 de junio de 2017

Tute Cabrón en el Congreso


Existe un juego de mesa de dinámica tan ramplona como eficaz, consiste en jugar al Tute, con sus reglas clásicas, pero de tal modo que, en vez de recoger puntos, debes entregarlos; es decir, el que pierde, gana, y responde a un nombre tan expresivo como Tute Cabrón.  Algo parecido hemos visto esta semana en el Congreso de los Diputados a costa de la cacareada Moción de Censura presentada por el grupo parlamentario de Unidos Podemos contra Mariano Rajoy.

Según las reglas del Tute convencional, no hubo dudas; quien presentó la moción obtuvo menos votos que quien fue sometido a censura, de forma que Rajoy sigue en su puesto todo ufano y colorín, colorado, este cuento se ha acabado… ¿se ha acabado? No lo creo, más bien acaba de empezar.

En esta partida en tres manos intervienen cuatro jugadores, a saber: Mariano Rajoy y su mariachi que, antes de dar las cartas ya llevaba, como acostumbra, todos los triunfos en la mano; Pablo Iglesias como ponente de la moción, a quien la baraja le dio muchos puntos potenciales pero todos secundarios, lo que auguraba una derrota segura; Albert Rivera, quien, por prepotencia o ignorancia, desconocía las características de la partida y se sentó a la mesa pensando que era por parejas y le había tocado en suerte ser partenaire de Rajoy, a quien apoyó con sus escasos tantos; por último, y en un papel testimonial, se situaba un Pedro Sánchez ausente, que delegó su juego en un “desconocido” José Luis Ábalos quien, sin cartas reseñables, desempeñó un papel brillante en su anunciada abstención.

La primera mano, la de la prensa, fue vencida sin ninguna sorpresa que amenazase el resultado final por Rajoy y su pléyade de medios afines, por ideología, por economía, por supervivencia o por las tres razones juntas. Pablo Iglesias arrasó en los medios de corte progresista o claramente de izquierda aunque, estos, gozan de menor predicamento entre el público por estrictas razones de sustentación económica. La irrelevancia de Albert Rivera fue escandalosa, casi nadie le nombró y, quien lo hizo, fue para señalar su papel de figurante con frase, él trató de hacer pomposas declaraciones a quien tuviera a bien escucharle pero solo encontró abiertos los micrófonos de Radio-Taxi.  La prensa biempensante aún anda escocida con la victoria de Pedro Sánchez en las primarias y se la tiene guardada, fuera cual fuera el voto que anunciase, recibiría una andanada de críticas que, analizadas con frialdad, redundarían que circula por la dirección correcta.

La segunda mano, el propio debate, tuvo un desarrollo algo pesado pero, en lo que destacó fue en los distintos modos de los intervinientes: Mariano Rajoy, hombre tan ahorrador con el esfuerzo propio como derrochón con los dineros ajenos, ya traía preparada de casa la réplica a Pablo Iglesias; una serie de chascarrillos pretendidamente ingeniosos, tópicos vulgares que, repetidos desde la altanería lo siguen siendo, algún trabalenguas incomprensible de los suyos y el apoyo navajero del portavoz de su grupo parlamentario, todo muy previsible y vulgar. Las intervenciones de Unidos Podemos rompieron algún molde: Irene Montero, aunque algo acelerada, hizo una precisa autopsia a un cuerpo que ignora que está muerto, el Partido Popular y Pablo Iglesias, en el rol de Presidenciable, ejerció de pedagogo aunque, para mi gusto, excesivamente condescendiente y, por momentos, sabiondo que se mordía la lengua para dar sensación de “hombre de estado” y solo fue “hombre de estrado”; puede y sabe hacerlo mejor aunque su nota esté en un interesante Notable.  Albert Rivera subió al estrado desinformado del carácter individual de la partida y volcó todo su esfuerzo, es decir, no mucho, en atacar con uñas y dientes a Pablo Iglesias mientras dirigía algún reproche cosmético al Presidente del Gobierno; se fue para casa con las nalgas enrojecidas y tuvo que dormir sentado sobre un cojín congelado para bajar la inflamación. Todos sabían que Pedro Sánchez no iba a estar y lo demostró no estando, perogrullada sí, pero no gratuita; el portavoz de estreno, José Luis Ábalos, tuvo una intervención inteligente desde la independencia del PSOE, hasta tal punto, que al final del debate intercambiaron números de teléfono con las filas de Unidos Podemos, con la promesa recíproca de darse un toque de igual a igual.

La tercera y definitiva mano era prescindible tras las dos primeras, la votación. La aritmética es tozuda y como se conocía hasta en el rincón más recóndito de la Chimbamba Austral, la suma de votos que apoyaba a Rajoy era insuperable, sumasen lo que sumasen el resto. No había más que arrascar y le dieses las vueltas que le dieses, siempre terminaría igual.

Rajoy salió del hemiciclo medio metro por detrás de su pecho hinchado artificialmente y a punto estuvo de costarle un percance por apnea, si no hubieran aparecido los suyos para hacerle un corro y que pudiera respirar discretamente.  Él contó a todo bicho viviente que había vencido claramente a Pablo Iglesias y en sus filas nadie osó informarle que la partida era al Tute cabrón, el que pierde gana…



domingo, 11 de junio de 2017

España, país de hipócritas, demagogos y tiranos


A menudo, y de un modo más público que íntimo, nos preguntamos cómo puede vencer la derecha en España si somos un país con unas cifras de paro escandalosas, una precariedad laboral que se acerca peligrosamente a la esclavitud, unos servicios públicos en franco retroceso que están siendo sustituidos por los mismos o peores, de carácter privado, sin que nos echemos a la calle a protestar, un sistema público de pensiones en bancarrota técnica, que tiene una solución tan sencilla como eficaz, que no quieren aplicar por no molestar a la Banca, de una parte, no haciéndola contribuir y, de otra, siendo la beneficiaria de la contratación masiva de planes de pensiones.  La única solución posible, aunque dolorosa, es que España es un país con una población (con sus lógicas excepciones) tan hipócrita como acomodaticia.

La derecha rancia, cavernícola y reaccionaria hace tiempo que dejó de asombrarse de que le “compren” su discurso del miedo, del odio y la intransigencia para con los demás y unas tragaderas, modo autopista, con seis carriles pos sentido para las tropelías propias. Nadie se hace preguntas, cierra los ojos, abre la boca y repite como un papagayo los discursos demagógicos que escucha, porque son fáciles, ramplones y apelan a las vísceras, no a un cerebro adormecido esperando la muerte por sedentarismo complaciente.

Nadie se preguntó, a partir de los primeros años de este siglo, el por qué de aquella campaña feroz, descarnada, cruel y sumamente interesada contra los sindicatos. Nadie se atrevió a cuestionar los argumentos falaces y demagógicos empleados entonces (avalados por unos golfos que suponían una vergonzosa y ridícula minoría), al contrario, no era extraño encontrar conversaciones de barra de bar que proponía fusilarlos al amanecer y poner a trabajar a esa banda de privilegiados que son los liberados sindicales, que exigían la devolución de las subvenciones percibidas más intereses y una multa porque sí y otras lindezas fruto de nuestra productiva imaginación. Nadie exigió, sin embargo, nada parecido a la patronal que tiene 10 veces más de liberados y percibe 34 veces más de subvenciones. Misterios de la idiosincrasia española.

Cuando, a finales de la década pasada, la crisis financiera que sirvió como excusa para liquidar el Estado del Bienestar, se llevó por delante 3 millones de empleos y nos pusieron mirando para Cuenca con una reforma laboral infamante, la gente preguntaba con rabia dónde estaban los sindicatos y, estos, semicomatosos, trataron de movilizar a la clase trabajadora pero sin fuerza, sin prestigio y sin seguidores, difícilmente pudieron mover nada para regocijo del tándem Gobierno-Patronal. La misma táctica que con los sindicatos, siguieron con los mal pagados trabajadores públicos entonces y, ahora, con los estibadores por la simple razón de percibir unos buenos salarios que nadie les regala, los generan con su trabajo.

Ahora bien, el colectivo más peligroso, de todos los colectivos peligrosos que nos rodean, es el de los mayores. Son personas con una razonable calidad de vida, buena salud y, crecidos por los exagerados mimos de unos y de otros para cautivar su preciado voto, una marcada tendencia a la tiranía maleducada, falaz, faltona y desinhibida que dan miedo por su descomunal potencial para hacer daño. Esos abuelitos entrañables para con sus nietos dentro de casa, se convierten en feroces alimañas, rencorosas y crueles cuando, en público, se juntan más de cuatro.  Exigen que no se les moleste cuando están jugando a las cartas pero ellos pueden entrar, con descaro y a voces, en todos los despachos que quieran. Porque los mismos que les dieron las armas, acojonados, no saben cómo pararles.

No transcurre más de un minuto, en cualquier conversación medianamente seria, en que no te estampen en la cara los argumentos más rancios de la televisión de la ultraderecha, que devoran con fruición, creen a pies juntillas y luego… votan señalando a otros como culpables de todos los males del mundo.

No me agrada un pelo la conclusión a que he llegado pero, lamentablemente, tras las dos décadas de tregua que tuvimos tras la dictadura, España ha vuelto a ser el país de derechas que siempre fue. Por mucho que nos empeñemos en creer lo contrario.