sábado, 18 de noviembre de 2017

Tendrás que acostumbrarte, amigo


El agua llegaba, envolvía mis pies para regalo con su espuma blanquecina y volvía a marcharse. Así una vez y otra y otra… Los inocentes pececillos fueron cogiendo confianza y, al poco, ya jugueteaban entre mis dedos a ver quien era capaz de hacerme cosquillas, incluso, alguno más osado que los demás, emprendió pionero una operación de limpieza de pieles muertas.
Eran unos seres mínimos, de tonos irisados, que bailaban en perfecta armonía una coreografía con pequeños saltos aparentemente discordantes. Las uñas de los pies son duras por definición pero, al cabo de un rato, la humedad las había reblandecido y ponían a su disposición lo que, en términos gastronómicos, se llama elemento crujiente y cada micro bocadito requería de un esfuerzo añadido, que terminaba en retroceso, como las armas de fuego, pero con una pizca de sabrosa queratina asomando por sus escamosos labios.
Me hubiera gustado hacer un leve movimiento de tobillo que los espantara cuando traspasaron la piel y, profundizando, llegaron al músculo, pero fue imposible. Ya me lo habían avisado el resto de cadáveres de la playa Omaha: Tendrás que acostumbrarte, amigo.

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