sábado, 8 de febrero de 2014

No le digas a mi madre que soy juez, ella piensa que soy carterista en el Metro


Qué tiempos aquellos en los que se nos hablaba de la división de los poderes del Estado en tres: Legislativo, ejecutivo y judicial.  Tres poderes, independientes entre sí, que garantizaban un correcto funcionamiento de las estructuras públicas y privadas, corrigiendo tendencias al desequilibrio o al abuso y adaptando el entramado legal a las cambiantes necesidades sociales o ciudadanas.

Ya se nos pasó la tontería.  Ahora (hace ya tiempo), el poder legislativo elabora normas al dictado del poder ejecutivo que, en vez de respetar y adaptarse al ordenamiento jurídico, moldea a su capricho y conveniencia las leyes y el poder judicial, teórico garante de la aplicación estricta de las mismas, lejos de actuar con los ojos cerrados dispone y utiliza unas poderosas lentes que enfocan o desenfocan su interpretación según de quién se trate.

Disponemos de un poder judicial amaestrado que, salvo honrosas excepciones, responde con presteza a las órdenes (“Sit, up, walk, stop, attac, …”) proferidas por sus amos.  Así, de la cúpula hacia abajo, sus nombramientos, promociones, ascensos o caídas en desgracia, están supeditados a su lealtad, obediencia y agresividad o docilidad, según convenga, y cada quién sabe perfectamente como posicionarse para no desairar a su superior.

De un tiempo a esta parte, ha cobrado protagonismo algunos miembros, más o menos significados, por actuar ley en mano contra presuntos delincuentes de una determinada extracción política y social.  Lo que debería ser la norma se convirtió en excepción y no han tardado en dar con sus huesos en el frío suelo de la inhabilitación, sirviendo, a su vez de casos ejemplarizantes para quien ose sacar los pies del tiesto.

Las imprescindibles grabaciones en el arranque de la instrucción del eterno caso Gürtel, unidas a la “descabellada” pretensión de reparar a las víctimas del Franquismo, pusieron al juez Garzón en la picota y, sometido a escarnio público en medio de la plaza, apartado de la carrera judicial.  El juez Silva tuvo el intolerable atrevimiento de mandar a Soto del Real al banquero de confianza del probo PP madrileño y, como es lógico, su inhabilitación se ha llevado a cabo con una rapidez digna de mejor causa.  El juez que se hizo cargo del caso del accidente del Alvia en Santiago de Compostela, tras su absurda pretensión de imputar a los responsables que desoyeron las denuncias sobre la peligrosidad de la curva letal, ha abandonado el caso y el juzgado alegando motivos personales.  El nuevo juez que se hizo cargo del “Caso Blesa”, ya ha recibido algún que otro aviso a navegantes sobre lo volátil de algunas carreras judiciales.  El juez Castro, instructor de los presuntos desmanes del entramado construido alrededor de la Infanta Cristina y su marido, ha visto menguar su estatura en 25 cm tras las presiones a las que está siendo sometido y que le han obligado a dictar un auto de imputación tan prolijo y minucioso que más parece un tratado judicial.


Estos pocos ejemplos nos dan una idea de lo ingrata y peligrosa que se ha convertido la carrera judicial.  Por favor, no le cuentes a mi madre que soy juez, ella piensa que soy carterista en el Metro y vive más tranquila.

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