Qué tiempos aquellos en los que se nos hablaba de la
división de los poderes del Estado en tres: Legislativo, ejecutivo y
judicial. Tres poderes,
independientes entre sí, que garantizaban un correcto funcionamiento de las
estructuras públicas y privadas, corrigiendo tendencias al desequilibrio o al
abuso y adaptando el entramado legal a las cambiantes necesidades sociales o
ciudadanas.
Ya se nos pasó la tontería. Ahora (hace ya tiempo), el poder legislativo elabora normas
al dictado del poder ejecutivo que, en vez de respetar y adaptarse al
ordenamiento jurídico, moldea a su capricho y conveniencia las leyes y el poder
judicial, teórico garante de la aplicación estricta de las mismas, lejos de
actuar con los ojos cerrados dispone y utiliza unas poderosas lentes que
enfocan o desenfocan su interpretación según de quién se trate.
Disponemos de un poder judicial amaestrado que, salvo
honrosas excepciones, responde con presteza a las órdenes (“Sit, up, walk,
stop, attac, …”) proferidas por sus amos.
Así, de la cúpula hacia abajo, sus nombramientos, promociones, ascensos
o caídas en desgracia, están supeditados a su lealtad, obediencia y agresividad
o docilidad, según convenga, y cada quién sabe perfectamente como posicionarse
para no desairar a su superior.
De un tiempo a esta parte, ha cobrado protagonismo algunos
miembros, más o menos significados, por actuar ley en mano contra presuntos
delincuentes de una determinada extracción política y social. Lo que debería ser la norma se
convirtió en excepción y no han tardado en dar con sus huesos en el frío suelo
de la inhabilitación, sirviendo, a su vez de casos ejemplarizantes para quien
ose sacar los pies del tiesto.
Las imprescindibles grabaciones en el arranque de la
instrucción del eterno caso Gürtel, unidas a la “descabellada” pretensión de
reparar a las víctimas del Franquismo, pusieron al juez Garzón en la picota y,
sometido a escarnio público en medio de la plaza, apartado de la carrera
judicial. El juez Silva tuvo el
intolerable atrevimiento de mandar a Soto del Real al banquero de confianza del
probo PP madrileño y, como es lógico, su inhabilitación se ha llevado a cabo
con una rapidez digna de mejor causa.
El juez que se hizo cargo del caso del accidente del Alvia en Santiago
de Compostela, tras su absurda pretensión de imputar a los responsables que
desoyeron las denuncias sobre la peligrosidad de la curva letal, ha abandonado
el caso y el juzgado alegando motivos personales. El nuevo juez que se hizo cargo del “Caso Blesa”, ya ha
recibido algún que otro aviso a navegantes sobre lo volátil de algunas carreras
judiciales. El juez Castro,
instructor de los presuntos desmanes del entramado construido alrededor de la
Infanta Cristina y su marido, ha visto menguar su estatura en 25 cm tras las
presiones a las que está siendo sometido y que le han obligado a dictar un auto
de imputación tan prolijo y minucioso que más parece un tratado judicial.
Estos pocos ejemplos nos dan una idea de lo ingrata y
peligrosa que se ha convertido la carrera judicial. Por favor, no le cuentes a mi madre que soy juez, ella
piensa que soy carterista en el Metro y vive más tranquila.
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