Ris-ras, ris-ras, ris-ras. El sonido acompasado del molinillo de café, imprimía ritmo a
la vida en la casilla de la estación.
-Chacho, tienes que traer carbón, que solo queda para
hoy…- Sonaba la voz de la abuela
amortiguada por la puerta de la habitación de las chicas. Al rato, un aroma a café recién hecho
se colaba por cada rendija e inundaba la casa de un agradable olor a
hogar. Cansado ya de dormir y,
todo hay que decirlo, un poco aplastado por las pesadas mantas de la cama de
Angelines, me levanté y mis pies descalzos se encaminaron a la cocina sobre las
frías baldosas de barro.
-Hijo, dónde vas descalzo, ponte unos calcetines que te vas
a poner malo. Ahora te caliento la leche.- La abuela Teresa dejaba una galleta a medio comer sobre el
hule de la mesa y vertía un poco de leche espesa en el cazo que había junto a
la placa de hierro, ya al rojo, que servía para cocinar y calentar la casa.
-Abuelo- Dije,
frotando los pies contra la pernera del pijama para calentarme los pies.
–Abuelo, ¿vamos a ir luego a la estación?- Martín volvió la cara, siempre sonriente y, asintiendo con
la cabeza dijo -Haz caso a tu abuela,
satélite.-
Volví corriendo a la alcoba y me enfundé calcetines y botas
sentado en la alfombra de colores apagados. Me encantaba ir a la estación, sentía fascinación por los
trenes, mezclada también con un pinchazo de angustia cuando las enormes ruedas
de la locomotora patinaban en los raíles hasta que, perezosamente, emprendía la
marcha. Protegido tras las piernas
de ese titán que era el abuelo, a una prudente distancia, él se despedía con
gesto de los maquinistas y yo decía adiós con la mano deseando ya la llegada
del siguiente convoy. Entre tren y
tren me ponía a “enredar”; ahora
me colgaba del pesado brazo de la bomba de agua, que me ignoraba con desdén y
no soltaba una gota, ahora me dejaba deslizar por la rampa del muelle de carga,
ahora hacía el equilibrista sobre los relucientes cables de acero que operaban
las agujas o me ponía a trepar en los montones de traviesas desechadas,
ennegrecidas por aceite y hollín.
Mi madre, conocedora de esas aficiones aventureras, había
dejado dos hatos de ropa, la sucia para jugar y la limpia para cambiarme
después. Gesto bienintencionado
pero inútil: Otra afición que
cultivaba era la de tumbar el triciclo y, sentado en el umbral de la casilla,
utilizar una rueda trasera para conducir, como si de un volante se tratase y,
torpemente, pisar el pedal de la rueda delantera como hacía mi padre en el
Gogomóvil.
-Levanta del suelo, muchacho, que te vas a manchar otra
vez- Decía el abuelo y, echando
mano del bolsillo de su chaqueta, sacaba un caramelillo de menta –Toma un Saci,
hijo- La abuela, todo un carácter,
se lo quitaba de un manotazo -Cómo
le vas a dar eso al chico, con lo que pica, ¡Ay, qué ideas tienes!- Al rato, sonaba el traqueteo redondo
del Gogo y, tras él, el pequeño cochecillo blanco con mis padres y mi hermano,
todavía bebé. Saludos, comentarios
sobre cómo había ido el día y, antes de irnos, carrerita hasta el Bar La
Oficina, al otro lado del paso a nivel, a comprar un paquete de Bisonte para mi
padre.
-Nos vamos que, éste, mañana tiene que ir al colegio-
-No, mama, espera un poco a que venga otro tren-
-Fermincito, te he dicho que nos vamos…-
Y regresaba a casa en el asiento de atrás, con ensoñaciones
sobre trenes, en el parque temático de la estación. Un día feliz
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