martes, 6 de diciembre de 2016

Esperanza Aguirre no tiene quien le avise


Quién no tiene un amigo o amiga que, en un afán desmedido de hacerse el moderno o seguir la última tendencia, se nos coloca una ropa estrafalaria, un maquillaje de payaso daltónico o un peinado mezcla de Tino Casal e Iñaki Anasagasti o todo a la vez. Bajas la mirada cuando estás en su presencia y tratas de evitar cualquier contacto visual que, antes o después, acabaría derivando en carcajada. No le dices nada -nadie le dice nada- porque es de piel sensible y se ofende con cualquier cosa y, en tu fuero interno, te preguntas si en su casa hay espejos y si estos son de feria.

Lo mismo sucede con Esperanza Aguirre.

Después de su clarividencia selectiva, detectando con precisión quirúrgica pajas microscópicas en ojos ajenos sin percibir el grosero tráfico de vigas de gran tonelaje en su propio ojo; después de constatar que sus superpoblados equipos de trabajo devinieron en una anfifactoría industrial que ha surtido de batracios orondos y ciclados a los todos restaurantes especializados del hemisferio norte; después de haber provocado una ponencia en la última conferencia mundial sobre el cambio climático por lo espeso, copioso, concentrado y frecuente de sus cortinas de humo; después de haber amparado amorosamente a los más selecto de la chacinería madrileña con la premisa de, si te pillan, no te conozco de nada; después de haber mostrado al mundo su soberbia y altanería en el célebre encontronazo con los agentes de movilidad, del que consiguió salir sin pasar la prueba del alcoholemia; después de haber actualizado el arcaico término “mamandurrias” y poner a nuestra disposición numerosos ejemplos en su entorno más cercano y familiar; después de todo eso, monta el numerito de posar en medio de un carril cortado al tráfico privado en la Gran Vía madrileña, anunciando una denuncia en los juzgados a la actual corporación, por hacer lo mismo que han hecho las anteriores o que se hace en otras grandes ciudades. ¡Homérico!


En serio, alguien debería decirle algo o poner un enorme espejo, sin distorsiones, a la puerta de su casa para que ella se viera al salir. No sé, cualquier cosa que evite la imagen de una señora entrada en años haciendo el ridículo más espantoso porque nadie se atreve a avisarla.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jajaja, muy buen artículo. Has dado en el clavo