viernes, 6 de enero de 2017

Paseando por un parque pintado en la pared


Apoyada en el respaldo notó como si la brisa, fresca y vigorizante, le moviera levemente el flequillo. El sol de 6 de enero lucía brillante y limpio pero vacío de calor, sólo la ropa de abrigo abombada y superpuesta, además de la bufanda, guantes y gorro de lana mitigaban el frío de la mañana con solvencia y los pies lo certificaban envueltos en gruesos calcetines polares dentro de unas botas con borra de lana en su interior. Los árboles se sucedían  sin orden por los senderos y la mezcla de las copas tupidas de los pinos y las ramas desnudas de plátanos, olmos y acacias trasladaba al paseante a la caprichosa voluntad de la naturaleza.

Sin moverse de su mullido asiento, recorrió con detenimiento los rosales que aún daban vida a los parterres, la tímida hierba que tozuda intentaba verdear y, cada mañana, era teñida sin piedad de blanco aséptico y funcional por el rocío, como un quirófano donde el invierno operaba la vida enferma y obraba sus milagros.

A su espalda, el bullicio iba a más. Voces de asombro, risas nerviosas, papeles rasgados con prisa y gritos ininteligibles pero entusiastas. Sólo era el comienzo del principio del aviso que anunciaba el torbellino de sensaciones que explotan la mañana de Reyes y no hace prisioneros, arrasa cuanto encuentra y lo empapa todo de ilusión y alegría desatada.

A Lucía no le gustaba; le asustaba y molestaba a partes iguales, los chillidos aturdían su endeble sensibilidad y, a medida que la felicidad infantil aumentaba el volumen, ella se aislaba un poco más en su jardín favorito.

Siguió deambulando o paseando o huyendo oculta tras los setos cuya opacidad le prestaba sensación de seguridad, intimidad y esa soledad deseada que tiene algo de masoquismo y algo de nirvana. Cerró los ojos y sus pies siguieron avanzando por un camino pisado a diario, desplegado al detalle en la memoria.  Tropezaron... Lucía, extrañada, abrió los ojos incrédula y ahí estaba: Un paquete envuelto en papel rojo brillante con pequeños lunares blancos; estaba rodeado por un gigantesco lazo de seda verde y salpicado de pequeños brillos de purpurina.


Presa de la curiosidad se agachó, tomó el lazo tímidamente y tiró con cautela de uno de sus extremos. Como por ensalmo el nudo se deshizo, cayó y reposó con suavidad en el suelo, seguido del papel que levantó una pequeña nube dorada de purpurina. Allí estaba: era la habitación de una casa de muñecas donde, sentada en un sillón situado en el rincón junto a la ventana, una niña sonreía mientras paseaba por un parque pintado en la pared...