Cien ojos eran pocos. Los cachorritos de cabrones
zigzagueaban a toda velocidad con sus bicicletas de juguete entre los, cada vez
más apretados, grupillos de vecinos y en cuanto alguien se descuidaba le
pasaban por encima de un pie o, mucho más doloroso, hacían tope con alguna
espinilla desavisada que quedará dolorida para toda la noche. El bullicio
propio de las fiestas era el caldo de cultivo ideal para hacer trastadas
impunes y se aplicaba con generosidad la amnistía general titulada: “Deja en
paz al muchacho, que estamos en fiestas”.
A Isidoro, el alguacil, tanta multitud le aturdía y, si le
añadías las correrías de los protodiablos sobre ruedas, su delicado estado
nervioso coqueteaba con el colapso; aún así, el hombre, menudo y discreto
cercano a la invisibilidad, conocía su oficio. Se sentó junto a la fuente del
final de la plaza, por una parte, para ver con perspectiva cómo se iba llenando
de gente vestida de domingo y, por otra, porque cada diez minutos,
aproximadamente, los chavales dejaban apoyadas las bicicletas en la pared de la
tienda y, jadeando, se acercaban a darse un trago de agua. Efectivamente, en un
rato breve los críos hicieron su pausa de hidratación y el alguacil aprovechó
para, en lo que dura un parpadeo, poner una cadena fina, atando los cuadros de
las cinco bicis a un árbol, cerrarla con un candado y a otra cosa.
Isidoro, a su manera, representaba la autoridad y los
chavales, con el Pecas al frente, despreciaban la autoridad en general y la del
alguacil en particular, no había actividad divertida que él no estropease y,
además, como no levantaba la voz, no les daba la oportunidad de encararse con
él. El Pecas, un manipulador experto desde antes de aprender a hablar, enredó a
Rocío, hija de Ramón, el concejal de fiestas; para que fuese con el cuento a su
padre y éste tirara de galones y obligara a Isidoro a liberar las bicis de su
esclavitud. Mala jugada. Ramón había visto por el rabillo del ojo la maniobra
del alguacil y respiró aliviado, los muchachos no habían causado más de un
accidente por cuestión de centímetros y, cuanto más se llenaba la plaza, mayor
era el riesgo. Rocío volvió al grupo con malas noticias y el Pecas la miró con
mala cara añorando los tiempos en los que se decapitaba a los portadores de
malas nuevas y despareció por la esquina clamando venganza.
El alcalde, Torcuato de la Maza, Don Torcuato para el vulgo, potentado ganadero, hizo un
gesto con la cabeza señalando el ayuntamiento y, de manera automática, los
cuatro concejales entraron en el portalón y salieron al balcón de la Casa
Consistorial que, como mandan los cánones, constaba, de abajo a arriba, de
soportales, balcón y torre con reloj. Esperaron que sonara en carillón que daba
las ocho, para que las campanadas imitando al Big Ben no interrumpieran, y el
alcalde asió el micrófono de la tosca megafonía instalada en los laterales de
la terraza y comenzó el discurso con el que se abría la entrega de premios.
-Vecinos de Mantuecas, un año más disfrutamos de nuestras
fiestas patronales en honor de la Virgen...-
-Sí, sí, sí- Sonó en la plaza como un trueno que, al
contrario que en las tormentas, precedió a los relámpagos que salían de los
ojos del alcalde. La orquesta estaba empezando a sonorizar y había roto “su
momento anual de gloria”. –Sí, ¿me s’oye?- Siguió el cantante a lo suyo, con su
rutina de cada tarde.
Isidoro había cruzado la plaza en tres segundos y ya estaba
hablando con el técnico de sonido cuando las miradas del balcón se dirigieron a
la mesa donde se gestó el boicot involuntario al alcalde. Instantáneamente el
alguacil miró a su jefe y con un gesto con las manos le indicó que podía
continuar sin más sobresaltos. Don Torcuato para el vulgo, impostó una sonrisa y volvió a empezar:
-Vecinos de Mantuecas, un año más...-
Tarararaaaá tará tararaaá... Los acordes de “Paquito el
Chocolatero” irrumpieron desde la ventana del local de la Asociación, frente al
ayuntamiento. Eran las ocho y cinco, momento en el que debería haber terminado
el discurso y, Luciano, peón de brega de la Asociación Cultural de Mantuecas y
sordo de nacimiento, pulsó el Play del equipo de música a la hora convenida.
Isidoro, ahora sí, debió emplearse a fondo: Cruzó la plaza a
la carrera, intentó abrir la puerta pero estaba cerrada por dentro, pulsó el
timbre con furia, aporreó con los nudillos, volvió a pulsar el timbre, trepó
por la fachada, entró por la ventana sorteando los grandes y estruendosos
altavoces y, con gestos airados, hizo saber a Luciano que se estaba
equivocando. El hombre, sin entender nada, pulsó el Stop, el alguacil asomó de
nuevo a la ventana, cruzó los brazos repetidamente en señal de que habían
resuelto otro escollo y la plaza mostró su división: la mitad de los asistentes
estalló en un aplauso entre carcajadas y la otra mitad, a la que le valía
cualquier excusa para no escuchar al alcalde, en silbidos.
A Torcuato de la Maza, Don Torcuato para el vulgo, cuando se cabreaba, se le subía la
comisura derecha de la boca luciendo, amenazante, un colmillo. Cuando agarró el
micro por tercera vez, podía olerse el aliento sin esfuerzo de lo cerca que
tenía la incipiente bocera de la nariz. No obstante, recordó las servidumbres del
cargo y volvió a la carga: -Vecinos de
Mantuecas, parece que hoy el destino se ha conjurado contra... - Una sucesión de explosiones salvajes en el
centro del público dejó la plaza desierta. Sonaban como barrenos de la cercana
mina pero sólo eran unos potentes petardos con los que el Pecas había
perpetrado su venganza y ahora se meaba de la risa al abrigo de los soportales.
Por los altavoces del ayuntamiento sólo se oyó decir: -¡Que
os jodan...!-
No hay comentarios:
Publicar un comentario