Éranse una vez Isabel y Raúl, que eran dos enamorados de
catálogo. Si te pararas a imaginar cómo sería una pareja-tipo de enamorados te
saldría la imagen de Isabel y Raúl, o Raúl e Isabel, que tenían una relación
modélica también en cuanto a igualitaria pero, por ordenarlos de algún modo,
emplearé el orden alfabético y serán Isabel y Raúl.
Una mañana de domingo, de esas tan agradables de primavera
con cielo despejado, suave brisa, temperatura templada y sol acariciante,
Isabel y Raúl decidieron por consenso, porque ahí también servían de ejemplo y
ninguna decisión era impuesta por una parte a la otra, todas se tomaban de
común acuerdo; decidieron dar una vuelta por El Rastro ya que ese ambiente
bohemio y desenfadado les parecía muy romántico. Deambular por entre los
puestos donde se podía encontrar de todo, negociar el precio con unos
profesionales del regateo que dejarían al mejor futbolista a la altura de un tuercebotas de
segunda, y volver a su piso alquilado; porque alquilar era mucho mas sostenible
que comprar y les daba más libertad para moverse cuando quisieran; volver,
decía, con alguna antigüedad interesante y ecológica, que quedara bonita en su
decoración naturalista, y poder mostrar a sus amigos con el orgullo de tener
una casa pintona sin haber perjudicado al planeta y sus ecosistemas.
Paseaban sin prisa, con los ojos curiosos de quien no está
aún maleado por los empujones crueles de la vida y, todavía, eran muy
inocentes; creían, con Rousseau, que todo el mundo nacía bueno y la sociedad
les iba estropeando. Miraban a unos y a otros, preguntaban y charlaban con
cualquiera cuando, entre dos puestos ambulantes, llamó su atención una puerta
pequeña pintada de verde, de esas con dos hojas, que llaman castellanas, de las
que la de arriba estaba abierta y la de abajo cerrada. De la penumbra interior
emanaba un olor, como de incienso, que les atrajo como moscas a la leche
condensada y se acercaron hipnotizados.
Asomados por el hueco que quedaba arriba, sus ojos tardaron
en acostumbrarse a la falta de luz y, al cabo de un minuto, descubrieron que la
pequeña estancia estaba levemente iluminada por varias lámparas de aceite, que
les invitaron a pasar con el sólo crepitar incierto de su llama. Por si no hubiera
sido bastante, que lo fue, una voz susurrante con acento oriental puso en
palabras lo que sus mentes habían sentido.
Estaban en su casa, o tan cómodos como en ella, para ser más preciso.
Una vez adaptados al juego bailante de luces y sombras, su
anfitrión señaló unos mullidos cojines sobre una tupida alfombra. Isabel y
Raúl, como vieron que hacía su nuevo amigo, se descalzaron y sentaron en los
cojines con las piernas cruzadas. Él les ofreció té de un recipiente humeante,
ellos, fascinados, asintieron con la cabeza y tomaron un pequeño cuenco entre
sus manos. Nadie diría que se encontraban en el interior de un mínimo local
ubicado en el centro del Madrid más castizo y no en una coqueta estancia de un
templo perdido en medio la selva cálida y húmeda del sureste asiático.
Al poco, por su indumentaria y sus colgantes y pulseras
rituales, dedujeron que quien les había recibido con tanta hospitalidad era una
especie de monje de algún tipo de secta budista o algo así pero apenas hablaba
y, en consecuencia, tampoco les apetecía romper la magia del silencio. Durante
un tiempo indeterminado los tres estuvieron callados, meditando.
El monje se levantó con un movimiento ágil e Isabel y Raúl
le siguieron con la mirada. Se aproximó a un viejo arcón de madera carcomida y
levantó la tapa con un quejido de sus goznes oxidados. Rebuscó en su interior
con interés y, con rostro satisfecho, se incorporó llevando en la mano otra
lámpara de aceite, como las que les alumbraban, pero más vieja, sucia y
abollada. La alfombra facilitaba los pasos menudos del monje que se acercó a la
pareja ofreciéndoles la lámpara; ellos se miraron con curiosidad y, acto
seguido, Raúl alzó las manos donde el monje depositó su obsequio.
Mientras Isabel y Raúl se pasaban la lámpara entre ellos y
escudriñaban los escasos detalles que les permitía la tenue luz, el monje
volvió a su cojín y lució orgulloso su mellada sonrisa. Con gestos les indicó
que la frotaran con la manga e Isabel y Raúl no pudieron evitar la imagen
infantil de Aladino y la lámpara maravillosa. Se miraron y una discreta
carcajada, como sin querer, se les escapó con un punto de complicidad.
Sujetaron la lámpara entre los dos y, con las mangas de sus
manos libres frotaron ambos laterales de latón que, sin dificultad, empezó a
revelar el lustre que tuvo antaño. Motivados por sus progresos frotaron con más
fuerza y sucedió: El monje que les había acogido se hizo etéreo y flotó para
unirse al resplandor que surgió de la boca donde se prende la mecha. Isabel y
Raúl dieron un respingo hacia atrás y apoyaron sus espaldas en la pared
tapizada que tenían a retaguardia. Raúl siempre fue un poquito cagón e,
instintivamente, trató de protegerse tras Isabel que le miró sorprendida dando
gracias a que su vida no corriera peligro, si no, apañados estaban.
El monje trasmutado en genio flotaba en el aire en el centro
de un resplandor anaranjado, su voz, antes susurrante y apenas perceptible,
trocó en grave y tronante: “Soy el genio de la lámpara, he estado cautivo
esperando que, cada día, llegara alguien de corazón puro y hoy sois vosotros.
Os concederé un deseo con una única condición, que no lo haya pedido nadie,
nunca. Si sois originales, disfrutaréis de mi magia y yo permaneceré libre
hasta la noche, si no, olvidaréis que me habéis visto, volveréis a casa con las
manos vacías y yo a mi prisión”.
Isabel y Raúl, Raúl e Isabel, miraban hacia arriba
estupefactos mientras su boca, a punto de la luxación maxilar, trataba de
respirar un aire pesado y espeso. Se miraron entre sí y comenzaron la búsqueda
de una petición que no se le hubiera ocurrido a nadie. Lo primero fue decidir
el tipo de deseo: Por una parte, Raúl se mostraba partidario de pedir algo
material; había millones de opciones diferentes y no sería muy difícil
encontrar algo inédito. Por la otra, Isabel discrepaba; estaba convencida de
que una gran mayoría de la gente se habría inclinado por la opción material,
dejando de lado la alternativa espiritual en la que, quizá, hubiera menos
variedad pero sería un camino poco transitado, prácticamente desierto.
Raúl argumentó que, si se le había ocurrido a ella, por qué
no se le podía haber ocurrido a otro e Isabel replicó que pedir algo material
sólo por el hecho de ser original no valdría para nada si no es útil. En medio
del debate les asaltó la duda ¿de cuántas oportunidades dispondrían? El genio,
que entretenía el rato practicando trucos de magia, resolvió tajante: Una.
Tenía sentido, si no, en vez de reflexionar sobre qué pedir, se convertiría en
una formulación de deseos absurdos hasta que, por casualidad, tocaran la tecla
acertada.
Isabel y Raúl acordaron ir proponiéndose cosas entre ellos
hasta que encontraran la solución sin abandonar cada uno su tesis. Así, se
fueron alternando en lanzar ideas que podrían aceptar o rechazar y, cuando
vieran que habían encontrado su “piedra filosofal” se la trasladarían al genio,
quien contemplaba divertido la escena haciendo malabares con sus zapatos en un
rincón de la estancia.
Tras unos minutos de búsqueda interior, Raúl comenzó el
carrusel: “Comida para todos”. Isabel se rió e, imitando la pose forzada de una
aspirante a miss dijo, “La paz en el mundo”. Raúl, que notaba como sus tripas
pedían la palabra, usó su turno; “Un frigorífico que dé la comida cocinada”.
Isabel replicó que eso ya existía, incluso los había que, cuando detectaban que
faltaba algún producto, hacían la compra. Ella siguió a lo suyo, “Necesitamos
Felicidad, así, con mayúsculas y sin matices”. Raúl recogió el guante y razonó
que, para ser feliz, no había nada mejor que poder hacer lo que quisiese sin
tener que trabajar. A Isabel no le gustó, le pareció banal e infantil y opinó
que sería mejor ser los más inteligentes. Raúl torció el gesto señalándole su
contradicción y le recordó que, a menudo, los menos inteligentes suelen ser los
más felices, por el contrario, si inventaran algo de utilidad a la vez que
exitoso, estaría resuelto el enigma. La muchacha cortó de raíz, habría que
decir exactamente qué querrían inventar y, probablemente, ya estuviera
propuesto. Por un instante se le encendió la mirada con una pizca de picardía:
optarían por poder pedir todos los deseos que quisieran, Raúl respondió que, si
eran incapaces de encontrar uno, para qué querían tener más, que lo que debían
hacer era eliminar la cláusula de originalidad.
El genio, que hacía ejercicios de contorsionismo sobre un
cojín diminuto, negó con la cabeza, que asomaba entre sus pantorrillas; no se podía pervertir el espíritu de la
prueba.
A medida que avanzaban en sus disquisiciones su rostro se
ensombrecía y, asombrosamente, a pesar de estar en una habitación pequeña, la
distancia entre ellos era cada vez mayor, hasta tal punto que ya debían
levantar un poco la voz para poder escucharse. Se dieron cuenta que algo no
funcionaba y callaron. La mirada de cada uno buscó los ojos que amaba y al
encontrarlos, sin más, pronunciaron a la vez:
“Poder salir de aquí exactamente igual que como entramos”.
El genio de la lámpara comenzó a pintar un cuadro, hasta la
media noche disponía de tiempo suficiente para terminarlo. Isabel y Raúl,
cogidos de la mano, convinieron que era tarde y tenían hambre de modo que ...
apretaron sus andares
buscando un bocata de calamares
1 comentario:
Demuestra que la felicidad regalada es efímera y artificial. la felicidad trabajada sabe más dulce a cada trago. Buen cuento que leeré a mis nietas.
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