Un respingo, que partió del fin de la columna rumbo al
norte, recorrió toda su espalda erizando, hacia dentro y hacia fuera, cada
vello de su piel. Ese aroma le volvía loco, no sabía por qué ni cuándo había
empezado ni, por supuesto, cuándo acabaría; sólo alcanzaba a entender que
perdía todo control mental sobre su cuerpo y se volvía un rehén desarmado en
las manos caprichosas de sus deseos.
Llegó otra vez, ahora con más intensidad y nitidez; la
fuente, todavía sin identificar, estaba cerca, muy cerca, tanto que penetraba
en su cerebro sin representar ningún esfuerzo para él, lo invadía como la luz
invade el amanecer, lenta, silenciosa e implacable. Se dejó llevar sin oponer más resistencia que a la tendencia de
sus rodillas a quedar viscosas, de desplomarse suavemente en la alfombra a
esperar el dulce sopor que se anunciaba en sus sentidos. Ese aroma...
Tenía que ocurrir, notó una sensación simultánea de pesadez
y ligereza que pugnaban entre sus piernas para mostrar primacía. Decidió sentarse, la postura disimulaba
mejor su problema emergente. Estaría
feo que alguien se diera cuenta y le reconviniera por lo inconveniente de su
actitud o, quién sabe, decidiera aumentar la apuesta y volviera a dormir acompañado
¿dormir? Sí, alguna vez había que dormir.
A la hora señalada, un gentío palpitaba por la estrecha sala
y los pasillos adyacentes y, a cada grupo que llegaba, aumentaba la necesidad,
rápidamente satisfecha, de ese aroma.
Ese aroma dulzón que le llevaba a tal estado de excitación que dejaba de
ver caras conocidas, sólo estaba rodeado de extraños que impedían que se
expresara con toda la contundencia que los sucesivos arrebatos auguraban. Otro grupo, otra vez la tortura de ese
aroma...
La capacidad de aguante alcanzó la frontera de lo tolerable
y, discretamente, se abrió paso entre tanta humanidad hasta llegar a la
sacrosanta puerta del baño que franqueó con impaciencia. Trató de acceder a
alguna de las pequeñas cabinas pero todas tenían echado el cerrojo. ¿Habría
epidemia de debilidad olfativa como la suya? En absoluto, otro aroma, de
características diametralmente opuestas al conjurado, le advirtió para qué usa
el vulgo las cabinas de los baños públicos.
Esperó dando paseos impacientes, lavándose las manos, mojándose la nuca
con agua fría, ... hasta que un sonido característico de la descarga de agua
anunció la liberación del espacio. Asomó brevemente la nariz por el pasillo
para cargar las pilas de excitación antes de verse, por fin, en intimidad. Bajó la tapa de su improvisado asiento, se
sentó y con ansia irracional dio alivio a sus pasiones.
Cuando salió de los baños, pasó de nuevo el conserje
rociando el ambiente con el spray ambientador causante de sus desdichas pero, aunque otra vez turbado,
pudo aguantar el envite con cierta dignidad y pensó: “Manolo, o te contienes un
poco o cualquier día de estos te pillan y te echan del tanatorio”
No hay comentarios:
Publicar un comentario