Colgar la pierna por encima del brazo del sillón siempre me
relajó. Me daba la sensación de que conservaba aún parte de esa rebeldía
juvenil que me invitaba a hacerlo sólo porque mi padre decía que iba a
romperlo, que ya no se hacían muebles como los de antes y se jodían, tal cual,
a la mínima. Que si no podía sentarme como es debido, ya puestos, que me
sentara en el suelo, como los moros, y podría poner los pies donde me saliera
de los huevos. Que, sentado en esa postura, con toda la espalda arqueada y
forzada artificialmente, me iba a salir chepa e iba a estar cojonudo, con esa
tripa y con chepa. Por eso me gustaba,
porque a mi padre le llevaban los demonios y eso molaba.
Colgar la pierna por encima del brazo del sillón me ayudaba
a concentrarme. Era coger la posturita
y perderme en ensoñaciones, en mundos imaginarios donde sorprender a todos esos
que me menospreciaban a diario. Imaginaba conversaciones en las que daba
respuestas secas e ingeniosas a comentarios hirientes que dejaban helado a mi interlocutor;
hacía gala de tal superioridad física que, mi sola presencia, turbaba a todas
las chicas que me observaban con arrobo; mostraba una solvencia intelectual que
me convertía en el tema monográfico de la sala de profesores y, no sólo porque
lo dijera mi abuela, era guapo, muy guapo.
Colgar la pierna por encima del brazo del sillón y verla
balancearse cadenciosamente era un ejercicio de reafirmación personal y
autonomía. En contra de quienes decían que no podía hacerlo, en contra de
quienes me miraban sin verme, como a un mueble más, en contra de los que solo
me hacían objeto de su desdén y profundo desprecio, en contra, incluso, de la
propia naturaleza y la dictadura de sus leyes implacables, ahí estaba yo; había
colgado la pierna por encima del brazo del sillón y no había pasado nada, el
mundo seguía girando en la misma dirección, con la misma fuerza y velocidad y
yo sonreía con satisfacción.
Colgar la pierna por encima del brazo del sillón era una de
las pocas acciones libres que podía permitirme. Me suponía un gran esfuerzo,
tanto para ponerla como para quitarla pero, luego, esclavo de la monotonía
inmóvil de mi silla de ruedas, me recordaba que seguía vivo, que aún estaba
aquí y tenía mucha guerra que dar.
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