Partimos de una base ya manoseada, la de la libertad
religiosa. Si lo que se pretende es una sociedad laica en todas las instancias
de lo público, las manifestaciones religiosas quedan reducidas al ámbito
privado donde, cada quien, puede mostrar, ocultar, hacer, deshacer, gritar o
silenciar cualquier acción siempre que no contravenga lo previsto por la ley;
asesinar en privado, ya sea por motivos religiosos o laicos, tendrá graves
consecuencias penales, igual que si se hace en público, por poner un ejemplo
extremo.
Ahora bien, las manifestaciones de carácter religioso, de
cualquier confesión, nos rodean por todas partes. Es cierto que eran los
miembros de las órdenes religiosas prácticamente los únicos que tenían acceso a
la cultura: Sabían leer y escribir, reunían el saber conocido en bibliotecas de
imposible acceso para el vulgo y, a su vez, la creación artística estaba
impregnada de esa espiritualidad que, con disciplina más rigurosa o más
relajada, según la época y en todas las religiones, hacen que sea imposible
separar la Cultura de la Religión más allá de mediados del siglo XVIII. Aspecto
este, que aprovechan con saña los detractores de la laicidad para arrimar el
ascua a su sardina en un ejercicio claramente ventajista.
También estamos contaminados por el virus de la hipocresía
en esa materia, según lo cercanos o no que sean los casos de que se trate, el
conocimiento o ignorancia que tengamos de esa confesión o los prejuicios que
éstas despierten en nosotros. Así, ponemos el grito en el cielo si vemos una
mujer, ataviada con un burka o simplemente el velo, caminando por nuestras
aceras y no despierta ningún tipo de alarma ver una o varias monjas, con hábito
y toca, codearse con nosotros o, incluso, hay quien pone en sus manos la
educación de sus hijos. Reconozcamos que, como mínimo, se trata de un contraste
llamativo.
La polémica ha saltado en Francia (y alguna zona española) por
la presencia en algunas playas de mujeres enfundadas en un traje de baño que
oculta toda la anatomía femenina salvo la cara y, como en toda polémica, goza
de defensores y detractores. Primera cuestión ¿qué dice la ley al respecto? ¿la
indumentaria que uno utiliza en una playa pertenece al ámbito de lo público o
de lo privado (es espacio es público pero el cuerpo es privado)? ¿es bueno que
las leyes desciendan a regular esta casuística tan detallada o deben dictar más
bien preceptos generales? ¿sin los crueles y desaforados ataque que se han
perpetrado en Francia y otros países se habría producido este debate tan
encendido? ¿estamos dispuestos a despojar, por definición, lo público de
cualquier vestigio religioso o sólo de los que nos convienen o no gustan?
A mi juicio, el uso o no de determinadas prendas de vestir
no es el problema, no es nada más que una pequeña consecuencia, cercana a lo
anecdótico, para tratar este asunto como merece y lograr objetivos racionales,
hay que despojar de influencia religiosa todos los ámbitos de la vida fuera de
la intimidad del hogar y, como se lucha contra miles de años de profunda impregnación
cultural, proponerse objetivos de “desintoxicación” tangibles, realizables,
cortos pero irrenunciables y, quizá, en 10 generaciones hayamos salvado esta
polémica. Eso sí, el verano seguirá huérfano de noticias que llevar a primera página
y eso tampoco es malo.
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