El sabio loco paseaba nervioso por su laboratorio. La frase,
para empezar, queda muy bien pero es mentira: En realidad no paseaba, en una
sala de 3 x 3 metros no se puede pasear, todo lo más, bailotear y, si tiene
esas dimensiones tampoco es un laboratorio, es un cuchitril lleno de aparatos
que cubren las paredes del suelo al techo, de esos con lucecitas de colores y
sonidos estridentes que dan un aire de modernidad a cualquier espacio; para
completar la falacia, Federico tampoco era un sabio, estricto senso (signifique
lo que signifique), vestía una bata blanca, o que fue blanca alguna vez, y
experimentaba constantemente. Como
contrapartida, de lo que no había ninguna duda es de que estaba loco; no esos
locos despistados y simpáticos de las películas, no, tenía tantas piezas
sueltas que, cuando movía la cabeza, sonaba como un sonajero y una mala leche
furibunda alimentaba la misantropía más enfermiza que los siglos hayan visto.
En lo que era calcado a los sabios locos de las películas
era en su afán por dominar el mundo. Probablemente, este hobby procediera de
una película de James Bond que vio de niño pero, como no podía acariciar un
gato porque le daban alergia, se inclinó por inventar algo que postrara la
humanidad a sus pies y se puso a la tarea con la entrega absoluta propia de los
orates y la preocupación supina de una madre que recibía una importante cuota
de desprecio para cada muestra de cariño, hasta que se cansó. Dejó, toleró, permitió... alentó que Fede se
instalara el trastero y dejara en paz a su familia, a los vecinos y a las
visitas con su impertinencia y odio indisimulado.
Un taburete robado de un bar y una pizarra clásica, de las
de escribir con tiza, eran las únicas concesiones NO tecnológicas que había
permitido en su laboratorio y ambas amortizaron con creces su existencia. Pasó
Federico tantas horas sentado o apoyado en el asiento redondo y duro de la
banqueta, que su culo ya mostraba un rebaje de forma circular y plana similar
al molde sobrevenido. Consumía de media
un paquete de tizas a la semana y, con una justificada concesión a esos seres
inferiores que formaban la Humanidad, pedía junto con la comida pasando una
nota manuscrita por debajo de la puerta.
Su madre, que ya no las leía porque sabía su contenido, dejaba
periódicamente a la puerta su paquete semanal de tiza, dos paquetes de pan de
molde y diferentes embutidos envasados al vacío para que “el bicho” se
alimentara. Cada vez que lo hacía,
recordaba una gracieta que le contaba su abuelo: “Padre, que se ha caído el
borrico al pozo. Pues échale paja, que
agua no le faltará...”. Sonreía mientras pensaba que lo mismo hacía ella.
Federico le había dado muchas vueltas a la cabeza, no
literalmente, como la niña de El Exorcista, pero casi. Debía encontrar la fórmula que le permitiese
desquiciar a la humanidad y, por qué no, también a los animales, de modo que
luego apareciera él como autor insensible y, mediante un chantaje de manual,
iría conquistando parcelas de poder hasta que por fin consiguiera ¡DOMINAR EL MUNDO!
Probó a inventar un ingenioso adminículo que, situado en
todas las latas de conserva alimentaria para, en teoría, facilitar su apertura,
impidiera el acceso a su contenido. Grande fue su disgusto al comprobar que el
“abrefácil” ya estaba inventado. La misma suerte corrió con intentos como las
películas pirata que cuando las ves no las oyes y viceversa; las ruedas
antipinchazos, los dulces para diabéticos, las lentillas de sol, la riñonera
elegante, los perniciosos antivirus, los zumos de naranja envasados o el velcro
quirúrgico. Nada, la maldad humana no conoce límites y, en todos los casos, se
le habían adelantado.
Por casualidad, la historia está repleta de descubrimientos
por casualidad, la inspiración le visitó una mañana. Estaba desgastando sus caderas
contra el sufrido taburete cuando reflexionó sobre la herramienta más útil que
tenía para hacer su “trabajo”: El silencio.
Le ayudaba a concentrarse y, a su amparo, sus pensamientos eran más
nítidos y contundentes y, tenía que suceder, se le encendió la bombilla: Inventaría algo que eliminara el silencio de
nuestras vidas, un elemento que convirtiera la actividad más simple, el gesto
más sencillo, el movimiento más imperceptible en una sucesión de sonidos desagradables
al oído y al cerebro hasta que sus congéneres y, a la vez, acérrimos enemigos,
llorasen de desesperación añorando un milisegundo de silencio. Ese sería su legado.
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