La temperatura ambiente invitaba a la desidia y el pollo no paraba de dar vueltas en la rustidera en que se había convertido la toalla. Un rociado más de aceite bronceador y vuelta a la posición horizontal, el pollo aún estaba a medio asar. Dormitaba. Los niños a su alrededor gritaban pero sus chillidos adquirían cierta musicalidad combinados con el cadencioso ruido de las palas de playa: tac, tac, tac, tac, tac, tac, ... Una cabezadita más.
En su ensoñación playera no recordaba si, con las prisas de
la mañana, había cogido los tapones de silicona para los oídos, creía recordar
que no pero, por qué entonces todos los sonidos de la playa le llegaban tan
atenuados. Instintivamente abrió los ojos, primero con la dificultad propia de
pasar de la oscuridad al exceso de luz solar, luego, poco a poco sus retinas
fueron detectando figuras reconocibles y se sorprendió: La gente, anteriormente
bulliciosa, estaba en silencio o hablaba bajito y, todos, con un rasgo común, sus miradas se dirigían a su
espalda, a mar abierto.
Perezosamente se incorporó e, hipnotizado por lo que
aparecía en el horizonte, no alcanzaba a meter la tirilla de la chancla entre
sus dedos y salpicó de arena blanca y fina toda la toalla; el horizonte,
sencillamente, no estaba. Una espesa bruma gris oscuro cubría toda la línea
ocultando la bahía, la isla con su altivo faro que la dominaba desde el centro
y, como es lógico, el pueblecito marinero que adornaba las lomas del otro lado,
también se había esfumado.
Los lugareños eran los únicos que hablaban, ya habían
ocurrido antes otros episodios de una bruma que lo invade todo súbitamente y,
al primer golpe de viento, se deshilacha, dispersa y desaparece como llegó,
pero no recordaban una tan oscura, tan espesa y, sobre todo, que progresara a
tanta velocidad. La sonrisa socarrona de los pescadores más aguerridos
aparentaba querer burlarse de los asustadizos turistas, sin embargo, un rictus
de preocupación denotaba que no las tenían todas consigo.
En el breve plazo de varios parpadeos, la bruma negra había
ganado el borde del mar y se adentraba sin dificultad por la arena de la playa.
Afortunadamente, la marea estaba en su punto más bajo y unos cientos de metros
la separaban aún de la primera línea de toallas. Los bañistas más huidizos habían recogido a toda velocidad
sombrilla, toallas, tumbonas, nevera y demás achiperres playeros y, con los
niños por delante, apretaban el paso rumbo al pinar que hacía de frontera entre
la arena y la civilización urbana. Otros, paralizados, quien sabe si por el
miedo, la curiosidad o la indiferencia, permanecían en el mismo lugar sabiendo
que sólo era un efecto óptico, desde dentro de la bruma todo estaría donde
estaba pero más borroso.
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