domingo, 14 de agosto de 2016

Niebla


La temperatura ambiente invitaba a la desidia y el pollo no paraba de dar vueltas en la rustidera en que se había convertido la toalla. Un rociado más de aceite bronceador y vuelta a la posición horizontal, el pollo aún estaba a medio asar. Dormitaba. Los niños a su alrededor gritaban pero sus chillidos adquirían cierta musicalidad combinados con el cadencioso ruido de las palas de playa: tac, tac, tac, tac, tac, tac, ...  Una cabezadita más.

En su ensoñación playera no recordaba si, con las prisas de la mañana, había cogido los tapones de silicona para los oídos, creía recordar que no pero, por qué entonces todos los sonidos de la playa le llegaban tan atenuados. Instintivamente abrió los ojos, primero con la dificultad propia de pasar de la oscuridad al exceso de luz solar, luego, poco a poco sus retinas fueron detectando figuras reconocibles y se sorprendió: La gente, anteriormente bulliciosa, estaba en silencio o hablaba bajito y, todos, con  un rasgo común, sus miradas se dirigían a su espalda, a mar abierto.

Perezosamente se incorporó e, hipnotizado por lo que aparecía en el horizonte, no alcanzaba a meter la tirilla de la chancla entre sus dedos y salpicó de arena blanca y fina toda la toalla; el horizonte, sencillamente, no estaba. Una espesa bruma gris oscuro cubría toda la línea ocultando la bahía, la isla con su altivo faro que la dominaba desde el centro y, como es lógico, el pueblecito marinero que adornaba las lomas del otro lado, también se había esfumado.

Los lugareños eran los únicos que hablaban, ya habían ocurrido antes otros episodios de una bruma que lo invade todo súbitamente y, al primer golpe de viento, se deshilacha, dispersa y desaparece como llegó, pero no recordaban una tan oscura, tan espesa y, sobre todo, que progresara a tanta velocidad. La sonrisa socarrona de los pescadores más aguerridos aparentaba querer burlarse de los asustadizos turistas, sin embargo, un rictus de preocupación denotaba que no las tenían todas consigo.

En el breve plazo de varios parpadeos, la bruma negra había ganado el borde del mar y se adentraba sin dificultad por la arena de la playa. Afortunadamente, la marea estaba en su punto más bajo y unos cientos de metros la separaban aún de la primera línea de toallas.  Los bañistas más huidizos habían recogido a toda velocidad sombrilla, toallas, tumbonas, nevera y demás achiperres playeros y, con los niños por delante, apretaban el paso rumbo al pinar que hacía de frontera entre la arena y la civilización urbana. Otros, paralizados, quien sabe si por el miedo, la curiosidad o la indiferencia, permanecían en el mismo lugar sabiendo que sólo era un efecto óptico, desde dentro de la bruma todo estaría donde estaba pero más borroso.

Los oscuros jirones que anunciaban la invasión negra fueron engullendo la primera línea, la segunda, la tercera, ... y, a medida que avanzaba, el silencio se iba adueñando de la, hace un rato, concurrida playa. El pollo a medio hacer notó frío y recogió la camiseta que, convenientemente doblada hacía las veces de almohada, y se la puso. Las primeras briznas, muy densas, llegaron y rodearon sus pies desnudos, treparon por sus rodillas y conquistaron el bañador, de ahí a su torso enaceitado y subió hasta alcanzar su cabeza que desapar

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