Dios nuestro señor, a quien todos hemos de rendir cuentas,
contraviniendo lo estipulado en las Sagradas Escrituras, debía estar mirando
para otro lado que, en su sabiduría infinita y omnipresencia hay lugares en los
que se demora su atención, cuando esa noche blanca y luminosa, tras la tapia de
cada huerto, las parejas holgaban sin mesura. Desde lo alto del campanario, un
observador de ojos aguileños completaría un ominoso catálogo de anatomía
pecaminosa y actitudes vergonzantes que harían enrojecer de rubor a las propias
hetairas de Babilonia. El dedo acusador de la luna llena señalaba la carne que
trocó libre albedrío por esclavitud de los instintos más bajos y procaces. La llegada de la primavera lo llamaban los
laxos, llamadas al Maligno decían, no sin razón, los píos ya que está
comprobado que para invadir un ser, el que no debe nombrarse utiliza los
orificios corporales más secretos.
En un cálido y recoleto rincón del huerto de mosén Lucendo,
Lucas y Romualda retozaban inconscientes de la gravedad de su herejía ya que el
clérigo, viendo cercana la llamada del altísimo, había dejado escrito recibir
sepultura en ese suelo que previamente había bendecido con la aquiescencia del
arcipreste, que jamás se negaba a aumentar los terrenos rendidos a la fe. Romualda, acogiendo en sus entrañas la
caliente semilla de Lucas, le juró amor eterno, ante Dios y en sagrado,
forjando una cadena imposible de romper.
Lucas, primogénito de una familia de hidalgos, que no
referiré para no someterles a más vergüenza de la que ya pesa sobre su ajada
divisa, gustaba a las mujeres y se gustaba dellas. Su llegada era tan deseada
por las jóvenes y no tan jóvenes de la comarca como temida por padres,
hermanos, incluso maridos, temerosos guardianes de la virtud y el honor desas
hembras débiles y ciegas al buen juicio. Romualda era el último trofeo cobrado
en singular cacería y, vive dios, que fue reñida. Si San Pedro negó tres veces a nuestro señor, Romualda resistió
el asedio, sitio y porfía de Lucas, no menos de una docena de ocasiones de
diferente pelaje, táctica e intensidad hasta que, natura manda más que
voluntades, sucumbió aquella noche y, de igual modo que resistió con bravura,
se entregó plena, franca y sin reproche como sólo sabían hacer las mujeres
apasionadas: ardiendo de amor y para siempre.
La primavera pasó al galope, sin detenerse, como pasan las
caballerías de los correos reales. La siguió el verano pesado y veloz como las
moscas y Romualda supo con toda certeza de su estado y, contando con los dedos,
supo que alumbraría el oscuro invierno con el fruto de sus entrañas.
Nadie lo sabía porque su orgullo dictaba que a nadie
importaba, sólo a él se lo referiría y, una mañana caminó con la fresca a las
puertas de la hacienda en busca de su amado; tanta felicidad no le cabía en el
cuerpo y debía dar la buena nueva a la otra parte, bien es cierto que, desde la
noche aquella de su capitulación, no se habían vuelto a ver. Lucas era un
hombre de variadas y provechosas ocupaciones. En acercándose al portón, acertó
a salir una partida de caza, que era tiempo de perdiz y, escabechadas, suponían
un manjar digno de la mesa arzobispal. Al cruzarse, Romualda hizo un gesto con
la mano a Lucas y éste detuvo en seco su alazán para acercarse, presto, a
saludarla. Desmontó ágil y ella, con sonrisa abierta le abrazó, acercó su boca
al oído acostumbrado a constantes regalos femeninos y lo anunció: “Lucas, en la
Natividad del Señor serás padre y nuestro hijo, si es varón, se llamará
Jesús...”.
Dos lágrimas trazaron surcos en su rostro desconcertado, un
empujón indiscreto dio con sus huesos en la tierra y una recua alejándose a
vivo trote la cubrió de polvo fino, como queriendo enterrarla en vida. Con el
dorso de su mano trató de enjugar los párpados aunque sólo alcanzó a dibujar en
sus ojos una imagen espectral: Un cuervo la miraba con curiosidad desde el lomo
siniestro del camino, signo de mal presagio.
El mismo que Lucas vio, en el lomo diestro, al escapar y tradujo como
buen augurio. Porque el destino es ese
pájaro esquivo y volandero que hoy se posa en tu rama y deleita con su canto y
mañana te ensucia la cara con su vientre caprichoso.
En la soledad queda de su cuarto, Romualda, capaz de amar
con el fuego de mil soles, se descubrió amarga y dañina cual odre de bilis
añeja y revenida. Siete noches desde el desencuentro venenoso del camino, siete
noches en blanco reviviendo con el dolor de un enjambre de aguijones aquel
empujón, súbito por inesperado e ilustrativo por las enseñanzas adquiridas,
siete noches que concluyeron al séptimo amanecer apilando en el granero una
generosa cosecha de inquina, resentimiento y odio sin cuento, y resolvió
ponerle fin.
Con la última luz púrpura del ocaso, Romualda separó la
arpillera que hacía las veces de postigo y, con una mano protegiendo su incipiente
barriga, entró en la cueva húmeda y atosigante. Dora, la bruja, removía con un
palo un brebaje inexistente en el caldero vacío y, cada toque con su pared,
reverberaba como campana lúgubre que toca a difuntos. De espaldas a la puerta, Dora, la bruja, invitó a pasar a
Romualda y, con un gesto de la mano, la invitó a sentarse en una piedra
redonda, blanca y bruñida, que hacía las veces de banco, espejo y piedra de
molino según conviniera. La muchacha se sentó con un punto de pavor y Dora, la
bruja, la tranquilizó con un conjuro hecho de palabras repetidas miles de veces
desde el nacimiento de la primera de su estirpe maldita: “Estás en el lugar
donde querías estar, donde afloran los instintos y el dolor, déjalos salir en
libertad y te sentirás mejor”. Por primera vez en ocho días, Romualda aspiró
tranquila y no le importó que el aire viciado llenara sus pulmones.
Dora, la bruja, leyó sin mirarla la historia de Romualda en
el orín del caldero vacío, de su respiración ya reposada extrajo la dosis de
malquerencia que destilaba y, mezclada sabiamente con la aversión que ella
misma profesaba al sujeto de tanta antipatía repartida por montes y valles de
la comarca, sentenció: “Ni se da lo que no existe ni se quita lo que es. Se
trueca el dolor en canto, la risa en ayes y la fortuna en desatino huero. Si
quieres reparación, te ayudaré, si deseas su amor, no podré; su corazón es una
víscera muerta tomada por la lascivia. Sólo una cosa te pediré a cambio: El
fruto de su engaño, que traerás tú misma la primera luna llena después de su
nacimiento, será la mujer que continúe mi linaje y, con ella, habré cumplido mi
tarea en este mundo. Ahora vete y vuelve con mi tributo”. Romualda, incomprensiblemente reconfortada,
abandonó la cueva como llegó, sin despegar los labios.
El viento helado del norte terminó de dispersar los jirones
de nubes que quedaban sobre su cabeza. La luna de diciembre alumbraba con
nitidez cada bache y cada canto del camino que salía del pueblo y cada rama y
cada espino que escoltaban la vereda tortuosa que conducía a la cueva. Dora, la
bruja, removía, esta vez sí, un bebedizo de sabor acre, color pardusco y olor
almizclado y no se inmutó con la entrada discreta de Romualda, que portaba una
criatura de dos semanas de vida a la que daba calor con su pecho generoso. “Quiero
reparación” sólo dijo al entrar y la bruja le señaló el banco de piedra blanca
con una mano blanca, bella y cuidada.
La niña, aún sin nombre, guiada por su hambre y por su
instinto buscó el pezón fragante que le daba la vida y Dora, la bruja, ordenó a
Romualda con su mano no darle aún de mamar. Introdujo un cazo herrumbroso en el
caldero y invitó a la muchacha a beber de él, quien, olvidando su natural
repulsión, apuró por completo el contenido. La misma mano que la frenó
invitaba, ahora con la palma hacia arriba, a satisfacer a la criatura y, la
joven, descubrió su teta rebosante y colocó a la niña en su lugar. Ésta,
rechazó la gota que manaba y movió repetidamente la cabeza estallando en un
llanto incontenible. Romualda estaba consumida de dolor, dolor tenso del pecho
a punto de estallarle y dolor de corazón a comprobar que su propia sangre la
rechazaba. Dora, la bruja, ofrecía a la cría su dedo mojado en el brebaje y
ésta, calmada, mamaba con fruición. El tributo debido estaba satisfecho.
Dora, la bruja, avivó el fuego con astillas robadas del
camposanto y emprendió una danza macabra alrededor de las llamas. Luego de
incontables vueltas, conjuró:
“Nombre de evangelista
bálano del maligno,
mientras su fruto exista
estará bajo su signo.
Todos los pueblos y aldeas
con tu semilla esparcida
verán sufrir cuando meas
la sangre de tu vejiga.
Nunca más el falo enhiesto,
perdido el porte arrogante
lucirá rostro senecto
quien tanto presumió antes.
Jamás se rompa el conjuro
Jamás busque arrepentimiento
Jamás abandone lo oscuro
Jamás llegue su barco a puerto”
Dora, la bruja, yacía exánime en el suelo cuando Romualda,
sin hacer ruido, dejó atrás la arpillera espesa que franqueaba o negaba el
acceso al cubil de la magia. Caminaba ligera de pies y pesada de cabeza,
atribuyendo su turbación, sin duda, a la falta de sueño. Amanecía.
Los días escaparon perseguidos por las semanas que, a su
vez, huían de los meses temerosos de ser cautivados por los años. Romualda
gozaba de una lozanía y belleza que la hacían acreedora de favores, guiños,
requiebros y atenciones sin cuento. Lucas..., de Lucas nunca más se oyó hablar
y con el tiempo hasta se olvidó su nombre. La hacienda fue malvendida y sus otrora repletas caballerizas fueron tomadas por la mala hierba y los nidos de araña.
El destino es ese pájaro esquivo y volandero que hoy se posa
en tu rama y deleita con su canto y mañana te ensucia la cara con su vientre
caprichoso, decían.
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