Los pies de Maruja se sucedían vertiginosamente subiendo por
la cuesta. Llegaba tarde a darle la medicina al abuelo y, en esas
circunstancias, no había pendiente que valiera, si tenía que darle la pastilla
a las siete, tenía que dársela, daba igual de dónde viniera y lo que estuviese
haciendo. Se había comprometido a hacerlo y su palabra era ley.
Jamás entendió por qué había tantas llaves en el manojo de
casa de su abuelo y, con las prisas, siempre las prisas, no se había aprendido
aún qué abría cada una. Aplicaba la tesis de que siempre sería la última y
nunca fallaba. Probó una tras otra
hasta que una abrió, es decir, la última, pensó mientras sonreía para sus
adentros volando por el pasillo hacia la cocina.
Algo llamó su atención en la pared que daba a la escalera y
se detuvo en seco; la foto del abuelo, de cuando fue militar en Melilla parecía
distinta pero ¿en qué? Todo estaba en su sitio: El falso paisaje del fondo
pintado torpemente, la columna que hacía las veces de plinto donde el abuelo
apoyaba descuidadamente el brazo, el uniforme recién planchado, las botas,
cinturón y correajes relucientes, ... todo igual, tan antigua, tan sepia, tan
entrañable y, sin embargo, parecía distinta. ¡Bah! Imaginaciones suyas, pensó. El reloj del salón estaba dando las siete y
había llegado a tiempo un día más.
De cualquier modo, la situación había mejorado mucho; había
empezado el curso en la universidad y no podía atenderle por las mañanas, como
hizo durante el verano, de manera que su madre y sus tíos habían contratado a una
chica, recién graduada en enfermería, para que fuera unas horas y el hombre
estuviera bien atendido. Maruja hizo memoria, era una muchacha simpática,
Marta, se llamaba, y trataba muy bien al abuelo, cosa que el hombre en su sufrimiento,
agradecía sonriendo con los ojos. La medicina de las siete de la tarde era
responsabilidad suya y tampoco suponía demasiado esfuerzo, lo hacía con gusto.
Iban pasando los días y, cada uno al entrar en la casa del
abuelo, la sensación extraña que le trasmitía la foto iba a más; hasta que una vez, cuando ya las tardes son más cortas, encendió la luz. ¡En la foto que creía amarillenta por los
años había colores, tímidos, medio desvaídos, levemente sugeridos en algunos
puntos pero estaban ahí. Destacaba el color verde intenso que, decían, habían
tenido de joven los ojos del abuelo, sí, fue un hombre muy atractivo.
Maruja se fue acostumbrando a encontrar cada día un nuevo
matiz cromático en la foto que, bien entrado el invierno, había perdido todo
vestigio sepia y lucía espléndida, trasmitiendo el vigor juvenil del abuelo en
sus años mozos. En la familia estaban
muy extrañados y llamaron a un fotógrafo para que estudiara el fenómeno. No le
encontró explicación. Llamaron a un
experto en ciencias ocultas. No le encontró explicación. Llamaron al párroco, por si acaso era un
milagro. No le encontró explicación
pero se quiso llevar la foto, a lo que la familia se negó en redondo. Nadie sabía por qué pero la fotografía lucía
cada día más esplendorosa.
A mediados de marzo, justo antes de la llegada de la
primavera, Marta comunicó a la familia que se había salido trabajo en una
residencia y que lo dejaba, habían sido unos meses muy agradables y había
aprendido mucho pero, tal y como estaban las cosas, no se podía despreciar un
trabajo y menos cuando se tiene necesidad de engordar el currículo.
Tres días después de la marcha de Marta, la fotografía
volvió a recuperar su pátina amarillenta quedando, incluso, más ajada que antes
de su colorista mejoría. ¿Y ahora, qué ha pasado? Preguntaron todos con
auténtica extrañeza. –Nada-, respondió
Maruja con un punto de dulzura –el abuelo, que se había enamorado...-.
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