La vida en la cueva era, a la vez, fácil y complicada. Si
venía el sueño, se le acogía con cariño en el primer rincón tranquilo que
encontrase; si apretaba el hambre, solo había que echarse a la boca el primer
elemento comestible que hubiera a mano y a otra cosa; el tercer instinto
primario se satisfacía en connivencia con la otra parte del disfrute pero
tampoco solía ser complicado de resolver, un gesto y ya está. Y esa era la
manera sencilla en la que pasaba la vida.
Lo complicado llegaba a la hora de entenderse con otros congéneres; no
existían apenas palabras, si acaso, sonidos guturales acompañados de señales
con el dedo que hacían de la comunicación un arcano en el que, a veces y por
casualidad, se acertaba. Locuácido, que
así llamaremos a nuestro protagonista, necesitaba hablar con los demás,
comunicarse, expresarles sus sentimientos y emociones pero no sabía cómo y se
propuso intentarlo.
En la tribu ya hacía tiempo que lo miraban raro, cuando
iban a cazar se separaba del grupo y, sin que nadie supiera cómo llevaba la
pieza a abatir hacia ellos y, cuando de recolectar se trataba, se las apañaba
para lograr los mejores frutos. Si el concepto de envidia se hubiera inventado,
le mirarían con envidia y si existiese la admiración también le habrían
admirado. En su caso, sólo le miraban raro.
Locuácido entendió antes que nadie que la capacidad para
articular sonidos podía emplearse en pro de la deficiente comunicación y
comenzó con los más sencillos. Los fonemas de las vocales eran lo más simple y,
así, señaló el líquido que les daba la vida y abrió, cerró y volvió a abrir los
labios: A U A, sonó, mientras señalaba el cauce del río. AUA, insistió mientras
bebía con la mano y los demás le imitaron: AUA, AUA, AUA, ... Había comenzado
el proceso de poner nombre a todas las cosas, el líquido que bebían se llamaba
“aua”, ahora, sólo quedaba todo lo demás.
Otro elemento determinante en su vida y que había que
bautizar urgentemente era el que les daba calor cuando hacía frío y, arrimando
la comida cruda a las llamas, la hacía más fácil de ingerir y digerir. Se fijó
en que, después de provocar la chispa chocando dos piedras, todos soplaban
sobre la hierba seca para que prendiera rápidamente; El sonido “fu”, repetido
parecía el apropiado pero, al soplar muchas veces, se le escapaba la saliva por
las comisuras y, o la tragaba, o apagaba la incipiente llama, de modo que
siguió el “fu, fu, fu”, de algo parecido al “go o glo o glu” que se hace al
tragar y, simplificando les quedó “fu-go” para definir lo que, desde entonces,
ha sido el fuego.
Trabajosamente, consiguió aprovechar las primeras sílabas
articuladas por sus cachorros como “mama”, por la repetición, para denominar a
la madre y “papa”, para el padre; en orden cronológico siguió el “tata” para
los hermanos o tíos o el que estuviera cerca y, así sucesivamente. Cuando algo le gustaba era “cha-chi” y
cuando no, “yu-yu”; la comida fue “ñam”, orinar “pis”, pegar “zas” o romper
“crac”... Poco a poco, Locuácido fue
dotándonos de un vocabulario básico que facilitó, y mucho, la comunicación con
los demás que, a medida que se veía la utilidad de su trabajo, lo fueron
imitando y, a su vez, creando nuevas protopalabras que fomentasen las
relaciones entre individuos.
Pero Locuácido no sólo fue el padre primitivo del lenguaje,
también tuvo una decisiva influencia en la formulación de conceptos, el último
y más sofisticado que inventó fue el de “seguidor”, concretamente en la figura
de su sobrino, a quien llamaremos Ususparino, quien debutó con éxito con el
monosílabo “chof”, sonido que surgió del que hizo la cabeza de Locuácido cuando
apoyó violentamente en ella una piedra de 140 kilos. Fueron tiempos duros los de estos pioneros de la cultura.
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