Fui a comprar flores, como cada viernes. Me gustaba tener
flores naturales en casa y, durante la larga época en que vivió mi gato, no
podía; se las comía e iba dejando vomitonas por toda la casa. Ahora me estaba
resarciendo, todos los viernes entraba por la puerta con un ramo y mi mujer no
oponía resistencia.
Fui a comprar flores, como cada viernes, pero no lo hice. Al
entrar por la puerta de la floristería percibí un olor extraño, desagradable;
la vendedora habitual, Mercedes, creo que se llama, no estaba y una señora
oronda con cara de perro pekinés cabreado deambulaba tras el mostrador,
ejerciendo su tiranía como la Reina de Corazones de Alicia, cortando cabezas,
con la diferencia de que no eran cabezas las víctimas de sus tijeras voraces,
eran flores. Las cortaba al ras del cáliz, dejándolas inútiles para cualquier
composición al uso; las cogía, miraba con desdén, y tiraba una tras otra a la
papelera. Indignado y dolido le
pregunté por qué hacía eso y ella, sorprendida como si le hubiera preguntado
por qué amanece, respondió que se habían portado mal.
Con la certeza del trastorno mental de esa mujer
desconocida, abandoné la tienda con las manos vacías haciendo memoria del
barrio, pero no recordaba ninguna otra floristería. Por un instante, me invadió la inquietud ¿Y si la chica que yo
llamaba Mercedes, cuyo paradero desconocía, había corrido la misma suerte que
las flores? Di la vuelta sobre mis pasos y regresé a la tienda. La Reina de
Corazones levantó un segundo la mirada y volvió a su floricidio sin darme
importancia, sólo era el tipo ese que preguntaba lo obvio.
Me armé de valor, acerqué a ella y, tras tragar saliva dos
veces, pregunté: -Buenas tardes, ¿no está la chica que había antes? Mercedes,
creo que se llama- -No, ya no- contestó
lacónica y siguió a lo suyo. -¿Cómo que ya no?- Insistí preocupado. La Reina de Corazones, con un gesto de
fastidio que afeó aún más el rictus que usaba como boca, me señaló el
invernadero con la barbilla sin dejar de decapitar, en este caso, crisantemos.
Volví mis pasos hacia el invernadero y, con mucho respeto,
por no decir miedo, abrí la puerta y me asomé.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz especial que creaba su
atmósfera, descubrí una vegetación de exhuberancia desatada que emanaba una
mezcla de aromas entre embriagadora y empalagosa. En el suelo, en un hueco que
quedaba a la izquierda, asomaban dos pies inmóviles mujer. Corrí hacia ellos y la naturaleza no me
defraudó: Los pies iban seguidos de dos piernas embutidas en unos pantalones
vaqueros, a continuación, un culo inerte hacía de nexo con un tronco que, como
es lógico, continuaba en su parte superior en dos brazos a ambos lados, que
finalizaban con unas manos que me resultaban familiares. Volviendo a los
hombros, éstos conducían al cuello, del que salía... ¡Nada! ¡No había cabeza!
El instinto me hizo mirar con recelo a la Reina de Corazones
quien, tijeras de podar en mano, venía hacia mí. ¡¡Venía a por mí!! Reaccioné lo más rápido que pude, cerré de
un portazo el invernadero y atranqué la puerta desde dentro con una pesada
jardinera. Ella, al ver que no podía
acceder por ahí, buscó una ventana abierta por la que entrar pero yo, de modo
implacable, ya las había ido cerrando una tras otra. No se le puede negar que fue contumaz hasta el agobio porque,
lejos de rendirse, fue golpeando con las pesadas tijeras los cristales, uno por
uno, buscando un punto de debilidad por el que poder entrar. Afortunadamente, no eran cristales, eran
resistentes paneles de metacrilato que soportaban sin ningún estrés cada golpe
recibido. Todos menos uno. Un chasquido sordo y los trozos de plástico
trasparente cayendo al suelo, consiguieron que me bajara de golpe toda la
sangre a los pies y, mareado, empleé mis últimas fuerzas en meterme entre el follaje
buscando pasar desapercibido mimetizándome con la vegetación.
No me podía mover pero traté de permanecer aún más quieto,
me faltaba el aire pero contuve la respiración; oí como la Reina de Corazones,
precedida por un “chas, chas, chas” de las tijeras en acción, pasaba de largo
para, luego, inexplicablemente, volver y descubrirme hecho un ovillo en el
suelo, envuelto en hojas, ramas y flores.
“Chas, chas, chas, chas, ...”. Con precisión quirúrgica fue
cortando todas las ramas que me envolvían, poniendo especial cuidado en las que
me aprisionaban el cuello cada vez más y comenzaban ya a cortar la piel por
varios sitios. Cambié el pavor por el
alivió y ella, ayudándome a levantarme, mostró su placa y se presentó: “Brígida
López, inspectora de homicidios botánicos...”
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