Los dueños de la maleta trataron de disimular sus nervios en
el control de equipajes del aeropuerto. Por sí misma, la pareja ya llamaba la
atención; él, Vítor, llevaba media vida corrigiendo a quienes le llamaban
Víctor y la otra media explicando por qué tenía ese nombre: Era muy sencillo,
porque su padre se llamaba así y su abuelo y demás ancestros. Lo
bautizaron así y llevaba con orgullo esa herencia familiar. Vítor nació en Vigo
y, hasta este momento, nunca se había distanciado de su ciudad más de
doscientos kilómetros; más alto que la media, de piel muy blanca y rubio,
contrastaba con su mujer, Chen, hija de emigrantes de Shanghai. Era española de
nacimiento pero daba igual, todas las personas que se dirigían a ella le
hablaban muy lentamente acompañándose de gestos y, lógicamente, se sorprendían
cuando les respondía en un castellano perfecto aderezado con acento gallego.
Ella era bajita, no llegaba al metro sesenta, de piel de porcelana y pelo negro
azabache; sus rasgos perfectos la convertirían en un modelo de belleza si no
fuera porque ella, diplomada en enfermería, por experiencia profesional, daba
al “contenido” más importancia que al “continente”.
Al colocar la maleta en la cinta del escáner,
instintivamente se dieron la mano y miraron con gesto preocupado. El vigilante
de seguridad, a cargo del arco detector de metales, contempló la escena con
disimulo y al pasar estos por su puesto les informó que les habían
correspondido pasar los registros aleatorios. Vítor se extrañó de que “aleatoriamente”
les tocara a los dos pero, siguiendo la tesis que le enseñó su abuelo “Nunca te
pelees con el peluquero antes que te corte el pelo”, optó por no discutir.
El vigilante de seguridad les separó del resto de la fila e
invitó a pasar a una sala pequeña y fría, toda ella en gris, mientras iba a
avisar a la Guardia Civil. Chen intentó
decirle algo a Vítor pero éste la paró en seco señalando una cámara que había
en un rincón, junto al techo. Sólo se miraron otra vez y con cierta
tranquilidad para variar; ellos estaban ahí pero completamente “limpios” podrían
registrarles a conciencia y nunca les encontrarían nada, sencillamente porque
no lo llevaban.
La maleta, tumbada en el suelo junto a la cinta del escáner
de equipajes, contempló inerte la escena. Nadie reparó en su presencia y nadie
la reclamó. Era un modelo de esos modernos y funcionales, que la publicidad
decía que podría pasarle por encima un camión y su interior no lo notaría; de
ese color tan característico que podríamos llamar “gris maleta”; sus
propietarios la habían seleccionado con mimo, entre las decenas de modelos que
había en la tienda, porque sus dimensiones le permitían entrar holgadamente en
los huecos destinados al equipaje de mano y disponía en su interior de un
sistema que permitía fijar los objetos para que permanecieran inmóviles con
independencia de la postura en que se colocase.
Una sargento de la Guardia Civil entró en la pequeña sala
gris, cada movimiento denotaba la profesionalidad que otorga la experiencia.
Con sólo una mirada supo que esos dos no llevaban encima nada oculto pero sí
tenían un comportamiento sospechoso que se aplicó a desentrañar:
-Víctor Otero y Chen Liu ¿verdad?- preguntó mirando ambos
pasaportes abiertos en sus manos.
-Vítor- corrigió él, como llevaba haciendo toda la vida,
ella sólo asintió.
-De acuerdo, Vítor. Es algo poco visto una pareja formada
por un hombre gallego y una mujer china ¿se conocieron aquí o allí?- Volvió a
preguntar la sargento.
-Ni aquí ni allí, fue en Meeting, la página web esa de hacer
parejas- respondió Vítor, poco acostumbrado a hablar de su relación.
-¿A qué se refiere con allí? Yo soy tan española como usted-
Salió Chen de su letargo.
-¿Ah, sí? He visto los anuncios pero nunca conocí a nadie
que lo hubiera utilizado ¿cómo funciona? ¿los chicos buscan a las chicas o las
chicas a los chicos? ¿imagino que costará un dinero?- continuó la sargento
viendo que tenía cancha y podía, no ya ganar su confianza pero sí vencer su
resistencia.
-¿Estamos aquí por eso? ¿No sabía que fuera ilegal?- Sacudió
Vítor visiblemente molesto. –Nos está esperando un avión ¿sabe?- Añadió
-Está bien, si lo quiere así, así será. Usted, Vítor, pase a
esa sala de la derecha y desvístase completamente, ahora pasará un compañero a
revisarle. Usted, Chen, pase conmigo a la sala de al lado y desvístase también;
a ver si lo que les está esperando es un juez- La sargento sabía que no les iba
a encontrar nada pero, fracasada su intentona de complicidad, debía separarlos
para conocer qué ocultaban.
Durante el registro, Vítor no pudo reprimir una sonrisa
acordándose de su madre y sus sentencias: “hijo, cuando viajes ponte siempre
unos calzoncillos nuevos, no vayas a tener un accidente y piensen que tu madre
es una guarra”, al riesgo de accidentes habría que añadir “o que te registren
en el aeropuerto”.
Efectivamente, no les encontraron nada; ni escondían ningún
objeto sospechoso ni, tras diferentes intentos y estrategias, confesaron nada
reprochable. Simplemente estaban nerviosos por volar, por viajar, por la
seguridad, por cien mil cosas distintas. Aún así, cuando la sargento les
devolvió su documentación y dijo que se podían ir, con las correspondientes
disculpas, su alarma interior seguía activada. Se le había escapado algo,
seguro.
Los dueños de la maleta contuvieron una carcajada de
relajación cuando volvieron al control de equipajes y observaron que el suyo
seguía ahí, sin llamar la atención. Se acercaron plácidamente, la pusieron
vertical, extrajeron el asa telescópica y la echaron a rodar en dirección a la
cafetería más cercana. La sargento, que les observaba por el circuito cerrado
de televisión, cayó del burro “¡Coño, la puta maleta!
Las órdenes por radio fueron tajantes y, dos minutos después
de su salida triunfal, volvían a estar en la misma sala aunque, ahora sí, con
la maleta por delante. La sargento, recreándose, cerró la puerta tras de sí con
calculada parsimonia.
-Cuánto tiempo sin verles, parece que ahora tenemos la
familia al completo: El padre, la madre y la hija con asas y ruedas- Saludó con
grandes dosis de sarcasmo. –Por favor, pongan la maleta sobre esa mesa, abránla
y den dos pasos atrás- ordenó.
Chen miró a Vítor y sujetó su brazo con la mano, ella la
abriría, al fin y al cabo ella era la responsable de esta situación y debía dar
la cara. Levantó la maleta sin dificultad, giró las ruedecillas de la clave de
seguridad en las tres cerraduras, abrió la tapa y dio dos pasos atrás como le
habían dicho.
La superficie tenía una apariencia impecable: Dos cazadoras
dobladas del revés, para evitar que se arruguen y una bolsa de plástico que, por
lo que trasparentaba, contenía unos zapatos. La sargento, cabreada consigo
misma, decidió tomar personalmente cartas en el asunto y, calzándose unos
guantes de látex, levantó con cuidado las primeras prendas. Debajo encontró
camisas, dos cargadores de teléfonos, una baraja, un cuaderno y un boli, una tablet, dos
libros electrónicos y un tupper. ¡¿Un tupper?! Sí, se trataba sin duda de un
recipiente de plástico, de esos con tapa que cierra herméticamente, de color
anaranjado y que, antes de abrirlo no desprendía ningún olor. Lo levantó con
cuidado, lo sopesó y al moverlo notó como algo se desplazaba en su interior,
como deslizándose. Lo puso sobre una báscula y anotó en el formulario colocado
en la tablilla “1700 gramos”. Lo colocó
sobre otra mesa y con un cuidado infinito procedió a su apertura.
Chen y Vítor estaban separados por dos metros de vacío
cómplice y apretaban sus propias manos con tal fuerza que apenas notaban como
circulaba la sangre. La suerte estaba echada. La sargento completó la apertura
y, con mimo, sacudió levemente la tapa para que los polvos que se habían
adherido a su interior cayeran, con el resto, al interior del recipiente. Era
un polvo fino, casi microscópico, de color gris que, misteriosamente, no había sido
detectado por los perros estratégicamente ubicados por el aeropuerto. Podría
ser una sustancia no controlada, ya que los químicos se esmeran mucho en
cambiar la composición de sus “creaciones” para, por un lado, evitar ser
detectadas y, por otro, al no ser una sustancia calificada como prohibida,
librarse de una condena por un tecnicismo.
Chen estaba al borde del colapso y no reaccionó cuando la
sargento, muy profesional, tomó una mínima porción del contenido del tupper, la
depositó en un portaobjetos y, con un cuentagotas, dejó caer encima un reactivo
de color indefinido esperando que se pusiera azul. No sucedió nada. Repitió la
operación con otro líquido y el mismo resultado. Así, seis veces hasta que una
de las gotas tomó un tono rosa intenso. ¡Se trataba de restos humanos!
Toda la aparente frialdad y filosofía orientales no
sirvieron para que Chen notara como se le aflojaban las rodillas y caer al
suelo. Vítor, dio un salto en su auxilio y, cuando el vigilante de seguridad
trató de sujetarle, la sargento lo detuvo con un gesto. ¿Qué estaba pasando?
Chen rompió en sollozos y confesó: Su padre murió hacía un mes y ella le había
prometido llevar sus cenizas a su Shanghai natal, con el resto de su familia.
La sargento, más relajada, le informó que llevar las cenizas en un avión no era
ilegal, sólo debía cumplir con unas normas concretas en el transporte y nada
más. Le dijo a Vítor dónde podía comprar una urna metálica de cierre hermético,
apropiada para el transporte aéreo de cenizas, y pidió a Chen que le ayudara a
colocar el contenido de la maleta. En su interior estaba satisfecha, sabía que
ocultaban algo y le alegró que no fuera nada ilegal. Esa pareja le caía bien,
al fin y al cabo, ella también había conocido a su pareja en una web de
contactos.
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