sábado, 16 de noviembre de 2013

Un relato perverso



DE LA OBLIGACIÓN Y LA DEVOCIÓN

Estos son mis momentos favoritos, te veo tumbada ahí, completamente desnuda y entregada. Trato de apartar la mirada de ti pero es imposible, tu imagen está presa en mis ojos y un torbellino recorre mi espalda; cuando rozo tu piel tengo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarme apasionadamente sobre tu cuerpo porque lo nuestro es la sutileza, la tuya y la mía, jamás me hubieras consentido la grosería como muestra de pasión y ese tampoco es mi estilo.

Comienzo por tus pies, acaricio sus dedos uno a uno, con detenimiento, haciendo una parada ceremoniosa en cada pliegue; a continuación dejo descansar el pequeño pie entre mis grandes manazas y lo masajeo con firmeza inundándolo con mi calor, esas plantas tan frías deben ser terribles en la cama, puestas sobre el estómago en una noche de invierno.

Los dedos, ansiosos por avanzar sobre tus piernas se han aferrado ya a los tobillos pero yo los obligo a retroceder y frotar las leves durezas de los talones. Lo que os hacen sufrir los zapatos a las mujeres.

Mientras pensaba en la tortura del calzado mis manos han aprovechado el descuido trepando con suavidad hacia las pantorrillas con un roce suave, casi imperceptible, que transcurre del empeine a la rodilla y del talón al interior de tus muslos. Por cierto, que graciosa resulta la sensación de percibir el tenue pinchazo del vello que asoma por algunos poros.

Una vez instalado sobre tus rodillas, resulta ya imposible contener el galope de mis dedos buscando el vértice de los muslos y, en un ejercicio de masoquismo, castigo a mis ojos a hacer el recorrido contrario buscando cada matiz que me hable de ti y veo las uñas de los pies pintadas de rojo intenso, te gusta ir descalza. En la blanquecina piel de las espinillas se aprecian las huellas de una infancia alegre y en el marfil de tus corvas unas pequeñas venillas moradas proclaman tu reciente maternidad. Y sigo estudiando cada peca, cada señal, como si quisiera aprenderte de memoria.

Las manos no tienen sentimientos y, mientras me emociono observándote, mis dedos juegan al escondite en tu pubis. Que suave y sedoso es este vello y, a ambos lados de tu hendidura, una pelusilla rubia que, con la luz, forma un halo de magia. El olor del jabón amortigua el natural, almizclado, excitante y turbador. Siento tentaciones de ir a por los trastos de afeitar pero no lo voy a hacer, no soy un pervertido.

Con la pena del soldado que abandona su casa rumbo a la batalla, mis manos siguen vientre arriba, palpando a cada instante, a cada paso y cuando, con parsimonia descubren la perfección de tu ombligo, comprenden que ya han pasado el punto sin retorno y no habrá lugar para el arrepentimiento, la morbidez de tu cuerpo obliga a un trabajo concienzudo.

Y de la cintura paso a tus manos y mis dedos, al encontrarse con los tuyos aprenden lo que es el desconcierto de tenerte, a la vez, tan cerca y tan lejos. Esas uñas triangulares pintadas, como en los pies, de rojo, son diez señales de peligro y, el hecho de haber llevado anillos en todos los dedos y pulseras y reloj en las muñecas, da a tus manos el delicado aspecto de porcelana policromada. Los brazos son dos toboganes a los que me lanzo para buscar tus hombros y éstos, el trampolín para acceder a tus pechos, firmes aún pero también un poco descolgados hacia los lados por el peso. Otro síntoma de maternidad. Instintivamente acerco los labios al pezón que corona la areola sonrosada y creo notar el sabor amargo de la leche materna. Será mi imaginación porque ese pecho ya dejó de alimentar un bebé.

Por fin entro en mi zona predilecta, el cuello, la parte más elegante y sensual de una mujer; cualquier sentido que emplees será acertado aunque mis preferidos sean el tacto y el olfato, sentir la nariz persiguiendo a los dedos de la nuca a la garganta zigzagueando entre el hombro y la oreja es un placer reservado a unos pocos elegidos y yo soy uno de ellos.

La cara ya es otra cosa porque sólo se la puede mirar; un beso o unas caricias, si no obtienen respuesta se vuelven contra ti mismo, son una ceremonia de frustración y, en tus ojos azul descolorido puedo leer que nunca me darás contestación.

Tras darte un corte en la garganta de parte a parte y otro desde el pecho hasta el pubis has perdido todo tu encanto.

Este es el drama de ser médico forense.



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