Determinados dirigentes del Partido Popular muestran una
dificultad sicológica, digna de estudio, al pronunciar el término
“democracia”. Ante un micrófono, se les
ve masticar las sílabas trabajosamente como el niño que mira a su madre con los
ojos muy abiertos y dice: “es que se me hace bola”. Tienen a sus espaldas muchas horas de entrenamiento ante cámaras
y micros, les han aleccionado sobre qué palabras emplear y de cuáles huir, han
practicado con insistencia la expresión no verbal ante el espejo pero, cuando
llega el momento, se les hace bola.
Lejos de aplicar las soluciones clásicas para resolver el
problema, se recrean en sus dificultades deglutorias y buscan explicaciones
peregrinas que, luego, argumentan con la solemnidad estéril de un aristócrata
con problemas de meteorismo pertinaz: “Si se hacen con en poder, destruirán la
democracia tal y como la conocemos”; “son radicales que solo persiguen acabar
con las instituciones”; “los mercados no tolerarán ingerencias y volveremos a
caer en la crisis” y un largo etcétera que sería tedioso repetir. Calcan el
esquema clásico que la Iglesia ha convertido en arte: A falta de razones,
usemos el miedo, que nunca falla.
Jugar a demócratas implica aceptar los resultados siempre,
no solo cuando tú ganas. Desafiar a
otros a presentarse a unas elecciones, tiene la consecuencia de que te tomen la
palabra, lo hagan y te den un revolcón.
Haber convertido las instituciones en un rancho particular, donde las
cuentas claras son la excepción, tiene el riesgo de que vengan otros, deslíen
la madeja y quedes con las vergüenzas al aire a las puertas de la cárcel. En resumen, poner las papeletas de voto en
manos de los ciudadanos, significa que pueden apostar por ti o no y cualquiera
de las opciones es igual de legítima, por mucho que te joda.
Están probando de todo: Asustar a los que mueven el dinero,
buscar debilidades ominosas del contrario en su propio beneficio, sacar a la
calle a sus perros de presa, lanzar andanadas brutales desde la tribuna de sus
medios adocenados, distraer la atención con decisiones cosméticas después de
cuatro años con el cuchillo entre los dientes, llorar amargamente su soledad o
quejarse del goteo de casos de corrupción que solo antecede el diluvio que se
avecina. Nada de esto sirve; no la
hagas y no la temerás.
Las madres atentas y cariñosas, conocedoras de la dificultad
para masticar de sus criaturas, procuran administrarles los alimentos en
bocados muy pequeños, acompañados de líquidos que ayuden a deshacerlos en la
boca y tragarlos con facilidad. Así, poco a poco, irán aprendiendo a hacerlo
solos y afrontar con éxito retos mayores.
Del mismo modo, el complicado problema de aceptar la democracia se puede
aprender; basta con ir poco a poco, sabiendo que, al igual que la comida, sin
ella se acaba poniendo en juego la salud y la vida. Solo es cosa de ponerle voluntad, la cuestión estriba en saber si
la hay.
Un bello proverbio africano afirma que “para educar a un
niño hace falta un pueblo”, el pueblo ya se ha puesto manos a la obra pero el
niño está muy consentido y va a costar trabajo. Tenemos tiempo, tenemos ganas y tenemos motivos. A ello.
1 comentario:
Interesante reflexión, gracias.
Dices: tenemos tiempo (ya hemos perdido mucho) tenemos ganas (muchas) y tenemos motivos (idem). Pero hacen falta líderes que aglutinen ese proyecto, y que después no se conviertan en lo mismo que ahora queremos desterrar.
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