Estoy profundamente avergonzado, sin medias tintas,
eufemismos baratos ni paliativos mojigatos. No hace tanto tiempo que, desde
Europa, mirábamos por encima del hombro a EE. UU. y le afeábamos su estricta
política de cierre de fronteras a los emigrantes de supervivencia. Desde nuestra estúpida superioridad
moral, presumiendo de un ombligo redondito, impecable y sin pelusas; nos
jactábamos de recibir a quien quisiera venir, ya fuera por motivos políticos,
sociales o económicos, darle una cálida acogida y tratarle como a otro
ciudadano más. Sería verdad o,
quizá, no tanto pero era algo que nos hacía sentir orgullosos. ¿Ahora? Ahora
buscamos otro planeta donde escondernos porque nuestro bochorno no cabe en la
Tierra y parte del sistema solar.
¿Cuándo fue que nos entregamos en cuerpo y alma a la CIA,
con los ojos cerrados y las piernas abiertas? ¿Cómo nos dejamos convencer para
promover y financiar ese engendro mal diseñado y peor ejecutado que dieron en
llamar Primaveras Árabes? ¿No nos
dimos cuenta que se trataba de desestabilizar radicalmente una zona con unos
equilibrios precarios y delicados, sabiamente compensados durante siglos, para
lograr un beneficio para las empresas occidentales que explotaran sus recursos
naturales? ¿Tan jugosa era la
mordida para nuestros dirigentes que no supieron resistirse? ¿No aprendieron nada del estrepitoso
fiasco que supuso la creación artificial de ese monstruo llamado Al Qaeda, que
acabó matando a su padre, y crearon el Estado Islámico cometiendo los mismos
errores, igual que hizo el Mossad con Hamas? ¿Nadie reparó que había millones de potenciales víctimas
inocentes que tratarían de sobrevivir como fuera? ¿No se han dado cuenta que, cada error cometido, ha sido
tratado de corregir cometiendo otro mayor? Si nosotros, humildes mortales, conocemos las respuestas a
todas estas preguntas, no hay duda que quienes toman las decisiones también y,
lo que es peor, se la suda.
Cerramos las puertas de Europa para que no vengan a molestar
los que, previamente, han sido torturados por nuestra acción u omisión. Miramos para otro lado mientras el
Mediterráneo se convierte en la mayor fosa común de la historia. Compramos, con cantidades nunca inferiores
a las 10 cifras, los servicios de un régimen podrido de corrupción como el turco,
para que ejerza de portero atrabiliario de discoteca que impida el paso, por
los medios que sean, de todo el que no lleve invitación. Observamos estupefactos como nuestros
gobernantes ni siquiera se sonrojan cuando nos dicen que acogerán a buena parte
de los refugiados mientras, a nuestras espaldas, acuerdan una expulsión masiva
como quien deja una vaca muerta en el pudridero a la espera de que la devoren
los buitres. Gritamos mucho en las
redes pero no salimos a la calle; nos rasgamos las vestiduras pero, quien verdaderamente
está aprovechando esta situación, es la ultraderecha que sale de las cloacas
con el manido discurso del miedo, recuperando una pujanza en la vieja Europa
que nos recuerda tiempos atroces.
Estoy profundamente avergonzado pero no sé qué hacer ni cómo
hacerlo, solo sé que lo que haya que hacer, lo que podamos hacer, hay que hacerlo ya u otros lo harán por nosotros y no nos va a
gustar.
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