jueves, 12 de octubre de 2017

Un armario es un armario


“Un armario es un armario”, sentenció Felip con el gesto solemne como quien, sin darse importancia, ha soltado una de esas perlas filosóficas que perduran en el tiempo. Su frase igual valía para darle toda la relevancia que un armario pueda tener, en tiempos en que escasean los espacios donde colocar ordenadamente las cosas o, por el contrario, despojarle de todo valor por encima del que puedan atribuirse a unas cuantas tablas afortunadamente colocadas.

Quienes le conocen ya están acostumbrados a los arrebatos metafísicos de su amigo y, todo lo más, se limitan a arquear una ceja como acuse de recibo del mensaje. El caso es que, en cualquiera de sus interpretaciones, un armario era, sin duda, un armario y eso simplificaba mucho la vida. Podría usarse para guardar ropa, trastos, papeles, herramientas u otras cosas que, sueltas por ahí, mostraran tendencia al deterioro, el desorden o el extravío. También se usaban para separar ambientes en espacios muy grandes, a modo de muros móviles que podían colocarse ad-hoc o, incluso, una expresión útil para referirse a un bombero de espaldas. En todas las opciones “un armario era un armario” pero, a lo que aludía Felip, era a ese escondite figurado donde se parapetan quienes creen que tienen algo que ocultar al mundo, una realidad que piensan ominosa y que provocaría que el vulgo les señalase con el dedo. Es decir, por formular completo su razonamiento: “un armario es un armario y quien está dentro no está fuera”.

Todo este caudal de sabiduría desbordada venía al hilo del asunto de moda en todos los cenáculos, ágoras, cónclaves, conciliábulos y demás reuniones esdrújulas celebradas y por celebrar: Cataluña y su república con seis velocidades, freno y marcha atrás; y la postura adoptada por el jefe de Felip, un catalán, catalán, descendiente por línea directa de Guifré el Pilós, rodeado por tierra mar y aire de entusiastas patriotas del soberanismo, afiliado a la extinta CDC desde sus orígenes y conocedor por la vía directa del asuntillo del Tres Per Cent.

Biel, nombre por el que respondía el interfecto, tenía un secreto inconfesable: Le atraía todo lo español como la sangría infecta de chiringuito a un guiri borracho. Lógicamente evitó confesárselo a nadie aunque, los más cercanos, ya le habían sorprendido en más de una actitud sospechosa; tarareando inconscientemente a Manolo Escobar, tomando un rebujito en la Diada, cantando para sí los goles de la selección española o, lo más grave, moviéndose en el corro de la sardana con pasos de pasodoble.

Biel,  cuya traducción al castellano es Gabriel; tenía, buscándole tres pies al gato, el nombre más apropiado: Era Bi (prefijo que significa dos) y él, es decir, había dos él: el público, catalán de pura cepa y el oculto, más español que la catedral de Burgos. Entre ellos vivían en perfecta armonía y, aunque incurrían en pequeñas contradicciones, por lo general se complementaban como las piezas de un puzzle.  Su ambición secreta era la de trasladar al conjunto de la sociedad su experiencia interna y sacar todo el jugo posible a esa necesidad mutua inconfesada entre Cataluña y España. Fue avanzando metro a metro hacia el núcleo de los círculos de poder y ocupando discretamente puestos de creciente relevancia, hasta conseguir entrar el en Govenrn, Conselleria de Territori i Sostenibilitat, ahí es nada, justo lo que él, Biel, buscaba.

Armó su estrategia y fue estrechando contactos hasta tejer una red secreta de fieles que abarcaba a los ganaderos desde el Pirineo hacia el sur y los agricultores y regantes desde el oeste hasta la costa. Con todos ellos probó en persona su fórmula y comprobó su eficacia, a los pocos meses tenía a todos rendidos a sus pies. Era el momento de preparar su salida del “armario” y seducir a todos los catalanes con la revolucionaria idea de la convivencia y colaboración mutua. Cada ramader y cada pagès del país tenía en su poder una garrafa de 5 L de un líquido misterioso que, a la orden oportuna, debería verter en el caudal de agua más cercano, de modo que toda la población consumiera una cantidad, aunque fuera mínima de aquella sustancia, que despertaría en su cerebro el ansia de convivir y desterraría cualquier atisbo de conflictividad identitaria. Si sus pruebas de laboratorio eran acertadas, en el plazo de 30 días tendría de su parte a todos los catalanes que bebieran agua (se estimaba que cerca del 100%) y se terminarían los problemas… y utilizando su red secreta dio la orden.

La escasez de agua potable, provocada por una sequía que ya duraba demasiado y agravada por la evaporación excesiva de un calor sofocante, obligó a tomar decisiones drásticas: Había que poner en marcha el panel de desaladoras instaladas por toda la costa, llenar de agua desalada todo el conjunto de depósitos cercanos y no tan cercanos a la costa y usar el escasa agua corriente y embalsada para el regadío de una producción agrícola que agonizaba. Él mismo, forzado por la situación, las propuestas de sus técnicos y altos cargos y ordenado por el President, firmó la orden de ejecución del Protocolo de Sequía Extrema…

Treinta día más tarde, todos los vegetales que existían en Cataluña necesitaban integrarse en una sana convivencia con los que había en el resto de España, toda la cabaña ganadera balaba, mugía, gruñía o piaba siguiendo los acordes de la Marcha de Granaderos y los deliciosos frutos de la huerta leridana habían adquirido unos sospechosos tonos rojigualdas.

El 1 de octubre amaneció como estaba previsto en la Hoja de Ruta del Procés, y con Biel repitiéndose a sí mismo que, dentro del armario, no se estaba tan mal; se asomó a la ventana y vio una Meridiana sembrada de arriba a abajo de esteladas pero, eso, ya es otra historia.





No hay comentarios: