martes, 2 de octubre de 2018

¿Heredar de hijos a padres puede llamarse evolución?



Alto y fuerte como un leñador canadiense; cabello ni corto ni largo, cuidadosamente descuidado; gafas de pasta oscura, recordando a esos solemnes intelectuales de los años 70; barba oscura, brillante, larga y mimada con carísimos cosméticos; una camisa de tenues cuadros rosados sobre fondo blanco abotonada hasta el cuello; tirantes oscuros, negros, diría yo, con punto de partida y llegada en la cinturilla de un pantalón gris, de extraña factura, al que se le acabó la tela dos dedos antes de los tobillos; unos zapatos de cuero marrón claro a juego con la pequeña mochila que cuelga por la espalda, a medio camino entre los hombros y los riñones. Una imagen que, hace 10 años, podría haber supuesto cierto choque estético pero hoy está felizmente asumida, incluso etiquetada, con el anglicismo misterioso de hípster, pero no; dentro de ese conjunto tan estudiado al milímetro, tan indie (otro palabro), que tiende a mirar al resto de los mortales por encima de un hombro sin un microscópico atisbo de caspa, hay un elemento discordante que mueve a la sonrisa socarrona, el codazo cómplice y el comentario desdeñoso: el patinete.

No entiendo lo del patinete. Parándome un rato a pensarlo he llegado incluso a plantear un momento cero, con un usuario cero, que discurre en una noche de libaciones excesivas de cerveza (de una marca poco conocida pero hecha artesanalmente por un amigo y, por tanto, exquisita), como mandan los cánones. Bebida a morro directamente de una botella de 33 cl, de esas que en Madrid llamamos “de tercio” y en Barcelona “media”. A una hora ya poco prudente y liquidada hace rato la última oliva; porque no las llaman aceitunas, las llaman olivas; uno de los intervinientes vio, apoyado distraídamente en la pared del pasillo, el patinete del niño, que dormía tranquilamente en su cama sin cabecero, de colchón hipoalergénico con los pies apuntando a la puerta, como mandan los preceptos feng shui, y decidió hacer la gracieta de deslizarse por el pasillo trazando unas eses involuntarias. El padre, también tocado de lúpulo, le recriminó el gesto aduciendo con torpeza etílica que tenía pensado llevárselo a trabajar el lunes porque era el medio de transporte más ecológico y sostenible; y apareció el elemento más desestabilizador de la historia de la humanidad, el inevitable “no hay huevos”.

El padre recogió el guante y, venciendo un pudor comprensible, salió el lunes de casa patinete en ristre, no sin antes discutir con “su chica”, que es como denominan a su pareja de turno. Fue deslizándose por la calle con la mirada alta, no tanto como gesto de soberbia sino para disimular la vergüenza. Llegó al Metro, plegó el artilugio y siguió su camino con normalidad. A su regreso a casa, a media tarde, observó con sorpresa otros dos o tres hípsters que paseaban por su barrio montados en sendos patinetes, incluso cruzaban ufanos los pasos de peatones a gran velocidad y con arrojo. No fue consciente de la trascendencia de su iniciativa casual hasta que, una semana más tarde, eran legión los patiriders que se dirigían al metro cada mañana e hinchó el pecho y llamó a su amigo para rebozárselo con impostada suficiencia.

Las tardes en el parque habían dejado de ser divertidas, los niños desprovistos de su juguete favorito se reunían en corros gestando una revolución que nunca llegó a cuajar por una simple diferencia de clase: Los de motor eléctrico trataron de imponer su criterio a la mayoría, los del clásico de desplazamiento “a patada” y estos los mandaron a la mierda y se pusieron a jugar a las chapas.


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