Alto y fuerte como un leñador canadiense; cabello ni corto
ni largo, cuidadosamente descuidado; gafas de pasta oscura, recordando a esos
solemnes intelectuales de los años 70; barba oscura, brillante, larga y mimada
con carísimos cosméticos; una camisa de tenues cuadros rosados sobre fondo
blanco abotonada hasta el cuello; tirantes oscuros, negros, diría yo, con punto
de partida y llegada en la cinturilla de un pantalón gris, de extraña factura,
al que se le acabó la tela dos dedos antes de los tobillos; unos zapatos de
cuero marrón claro a juego con la pequeña mochila que cuelga por la espalda, a
medio camino entre los hombros y los riñones. Una imagen que, hace 10 años,
podría haber supuesto cierto choque estético pero hoy está felizmente asumida,
incluso etiquetada, con el anglicismo misterioso de hípster, pero no; dentro de ese conjunto tan estudiado al
milímetro, tan indie (otro palabro),
que tiende a mirar al resto de los mortales por encima de un hombro sin un
microscópico atisbo de caspa, hay un elemento discordante que mueve a la
sonrisa socarrona, el codazo cómplice y el comentario desdeñoso: el patinete.
No entiendo lo del patinete. Parándome un rato a pensarlo he
llegado incluso a plantear un momento
cero, con un usuario cero, que
discurre en una noche de libaciones excesivas de cerveza (de una marca poco
conocida pero hecha artesanalmente por un amigo y, por tanto, exquisita), como
mandan los cánones. Bebida a morro directamente de una botella de 33 cl, de
esas que en Madrid llamamos “de tercio” y en Barcelona “media”. A una hora ya
poco prudente y liquidada hace rato la última oliva; porque no las llaman
aceitunas, las llaman olivas; uno de los intervinientes vio, apoyado distraídamente
en la pared del pasillo, el patinete del niño, que dormía tranquilamente en su
cama sin cabecero, de colchón hipoalergénico con los pies apuntando a la puerta,
como mandan los preceptos feng shui, y decidió hacer la gracieta de deslizarse
por el pasillo trazando unas eses involuntarias. El padre, también tocado de
lúpulo, le recriminó el gesto aduciendo con torpeza etílica que tenía pensado llevárselo a trabajar
el lunes porque era el medio de transporte más ecológico y sostenible; y
apareció el elemento más desestabilizador de la historia de la humanidad, el
inevitable “no hay huevos”.
El padre recogió el guante y, venciendo un pudor
comprensible, salió el lunes de casa patinete en ristre, no sin antes discutir
con “su chica”, que es como denominan a su pareja de turno. Fue deslizándose
por la calle con la mirada alta, no tanto como gesto de soberbia sino para
disimular la vergüenza. Llegó al Metro, plegó el artilugio y siguió su camino
con normalidad. A su regreso a casa, a media tarde, observó con sorpresa otros
dos o tres hípsters que paseaban por
su barrio montados en sendos patinetes, incluso cruzaban ufanos los pasos de
peatones a gran velocidad y con arrojo. No fue consciente de la trascendencia
de su iniciativa casual hasta que, una semana más tarde, eran legión los patiriders que se dirigían al metro cada
mañana e hinchó el pecho y llamó a su amigo para rebozárselo con impostada
suficiencia.
Las tardes en el parque habían dejado de ser divertidas, los
niños desprovistos de su juguete favorito se reunían en corros gestando una
revolución que nunca llegó a cuajar por una simple diferencia de clase: Los de motor
eléctrico trataron de imponer su criterio a la mayoría, los del clásico de
desplazamiento “a patada” y estos los mandaron a la mierda y se pusieron a
jugar a las chapas.
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