viernes, 18 de abril de 2014

Formación, divino tesoro


El Tío Tirones era vecino de mi abuelo Martín, el ferroviario, no tenía oficio conocido -o confesable- pero en su casa nunca faltaba de nada; fue el primero en tener televisión en la colonia, una Vespa primigenia que perfumaba el barrio de olor a aceite quemado, comían carne casi a diario, nunca faltaba un puchero caliente de café del de verdad y se celebró con una fiesta el día que apareció con un flamante SEAT 1.400 de color negro, todo un acontecimiento en los primeros años 60.  A la inevitable pregunta de cómo se las apañaba, él respondía con una frase que resumía su filosofía de la vida: “Yo no pido que me den, solo que me pongan donde haiga...”.

A la sombra del revuelo montado por las declaraciones por las que pasó a la posteridad la Ministra de ¿Cultura? Carmen Calvo: “Estamos manejando dinero público y lo público no es de nadie”; ha ido aflorando la multitud de seguidores de esa causa que han hecho modus vivendi de la adopción y entrega de cariño a un dinero huérfano, que solo esperaba a quién le diera sus apellidos.

Así, una serie de vividores de todo tipo, procedencia, adscripción política y condición, pero de parecido pelaje, decidió dar mejor utilidad a los fondos destinados a formación que la de instruir en determinadas habilidades, que facilitaran su reincorporación al anémico mundo laboral, a las personas que lo necesitasen.  Al fin y al cabo, con la cantidad de titulados universitarios que no encontraban empleo, lo de enseñar a poner enchufes o llevar correctamente una contabilidad a gente desesperada era tirar el dinero, un dinero mucho más útil en los bolsillos propios que en los ajenos.

Según van trascendiendo los datos, la vergonzosa mancha ocupa todo el Estado y, al respecto, solo tengo un deseo dividido en varias fases: Auditoría exhaustiva del uso de todos los fondos destinados a Formación, ya sean de origen europeo o presupuestario; detección, identificación y publicidad de los delincuentes que se hayan aprovechado de la desesperación de otros; puesta en manos de la justicia de todos los casos y enjuiciamiento ágil, claro y transparente de todos ellos; devolución, hasta el último céntimo de los fondos sustraídos, más la sanción económica que lleve aparejada la sentencia; ingreso en prisión, sin subterfugios y dilaciones absurdas, de quien lo merezca y dotarnos de unos mecanismos rigurosos que eviten, en futuro, la repetición de casos semejantes. Secuencia también de aplicación innegociable a todos los casos de corrupción conocidos o por conocer.


La época del esplendor económico español tuvo un motor importante en la Construcción que, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, gripó y se llevó por delante empleo, bienestar, esperanza vital e incluso vidas.  Si estos y otros latrocinios reciben el tratamiento que merecen, solo con la construcción de las cárceles que van a hacer falta se producirá el relanzamiento económico que necesitamos.  Después, entre la devolución de lo robado y la ausencia de ladrones, tendremos en marcha una verdadera recuperación y con una atmósfera mucho más limpia.

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