Raca raca, raca raca, raca raca, … la cigarra hipnotiza con su mantra insidioso. No quiere que te relajes imitando a su némesis, la hormiga, que vive a la fresca sombra de su nido subterráneo;
pretende sacar de su letargo tu conciencia entumecida y que respires
trabajosamente ese aire pesado y denso que quema tus pulmones por dentro,
eternizando cada segundo de supervivencia con una agonía volcánica que dispara
la ansiedad y el desasosiego inquieto.
La venganza, esta vez, es un plato que se sirve muy caliente. Ardiendo.
Te sudan los ojos, pero no es esa sensación de escozor
súbito cuando una gota salada supera la frontera de las pestañas, no; es un
líquido molesto que poco a poco se va formando ante la pupila, distorsionando
las imágenes en un juego de figuras fantasmales. El parpadeo compulsivo no hace sino esparcirlo como un viejo
visillo impregnado de polvo y nicotina añeja y la visión borrosa toma posesión
del cerebro. Notas un elemento
extraño que obstruye cada lagrimal e, igual que un anciano rijoso en un
vestuario femenino, te frotas los ojos para concluir que lo tuyo no tiene
remedio.
Descansar, dormir un rato breve y reparador es una quimera
fuera de tu alcance. Piensas,
narcotizado por la fiebre, que la concentración te ayudará a superar el trance
e intentas levitar para no rozar siquiera las sábanas calientes y
arrugadas. Cada cambio de postura
agrava el anterior y la almohada, desagradable y húmeda, es el enemigo que
apartas con desprecio para luego, cuando parece que se haya refrescado, volver
a abrazar buscando acomodo y dulzura, consciente de la brevedad de ese amor
que, como el de pago, terminará frustrando tu déficit de cariño en cuestión de
minutos.
La caravana tambaleante de muertos vivientes se encuentra y
detiene en el vagón de metro. La
ducha de hace un rato es un recuerdo lejano en el tiempo y el espacio; las
manchas delatoras en cuello, axilas, espalda y muslos se comparten con
generosidad de nuevo rico en cada zarandeo del vagón en una coreografía
cadenciosa, triste, dolorosa e inevitable. La salida a la calle solo cambiará el escaso oxígeno, viciado
de humanidad, reinante en los túneles por el penetrante aroma de cientos de
miles de tubos de escape vomitando muerte gaseosa.
El despacho de dirección está cerrado a cal y canto y, tras
las cortinas cerradas con celo, imaginas un paraíso de aire acondicionado, bebida
refrescante y cabezadita clandestina en el sofá de las visitas. Las máquinas del taller, ajenas al
mundo, desprenden más calor que añadir a la cuenta de resultados del
termómetro, los compañeros no hablan para no gastar un gramo de energía en
esfuerzos estériles y envuelves los movimientos automáticos de las manos en
ensoñaciones vacacionales al lado del mar, con una cervecita fresca y
chapuzones a voluntad.
La jornada laboral ha terminado y, la vuelta a casa, es
acompañada por el ritmo extenuante de tu amiga la cigarra. Raca raca, raca raca, raca raca, …
... Es verano.
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