miércoles, 26 de julio de 2017

Del odio al amor hay un paso


Los que tenemos la obligación/afición de salir a trotar por ahí sin mediar provocación externa, aprovechamos unas horas muy razonables de las mañanas veraniegas para salir a corretear, sin poner en peligro nuestra integridad física ni mental con esos calores asfixiantes que apretan y mucho un poco más tarde. El rato entre las ocho y las ocho y media me parece particularmente agradable porque no necesitas darte un madrugón a la hora que se está más a gusto en la cama, y, cuando regresas, ya ha subido algo la temperatura, con lo que aceleras con gusto pero, sobre todo, no hay moscas. Deben estar todavía durmiendo o desayunando o calentando músculos o leyendo el periódico…, yo qué sé, el caso es que no dan por culo con esa pesadez contumaz de que solo son capaces las malditas moscas.

Hoy ha sido de esos días en que te levantas con aparente normalidad a la hora de siempre, haces lo mismo de siempre y cuando vas a salir, como siempre, miras el reloj y has debido tener un viaje astral o algo así, porque es casi media hora más tarde de lo habitual y no sabes cómo ha sido. Preso de estupefacción, me he calzado las zapatillas y he empezado el trote mañanero con algo más de calor de lo normal.  La primera mitad del recorrido ha sido tan agradable como siempre, por una zona umbría entre pinos, con leves cuestas para arriba o para abajo que amenizan mi deambular por el campo. Rompí a sudar, como de costumbre, hacia los quince minutos de carrera y ahí empezó todo a torcerse porque, al poco rato de la aparición del sudor, apareció ella, la “mosca cariñosa”.

Decir que se empezó a emplear a fondo en mi rostro y los diferentes orificios que lo adornan, sería un pálido eufemismo. Decir que mi pelo sudoroso supuso para ella un apasionante parque temático, sería no hacerle justicia. Decir que los pliegues mojados de mi cuello fueron los toboganes por los que se lanzaba hasta aterrizar en el elástico de mi camiseta no reflejaría verazmente la realidad. El dichoso insecto díptero se lo estaba pasando como en su vida mientras yo trataba de mantener el ritmo de la respiración, acompasado con las piernas, a la vez que manoteaba furiosamente en su busca, sin resultado. Incluso, en más de una ocasión, creí haber escuchado alguna tímida carcajada. La muy cabrona se estaba partiendo el culo a mi costa.

La vez que se coló por dentro de las gafas de sol me obligó a parar, quitarme las gafas, jurar en arameo un par de maldiciones dizque bíblicas y recuperar el paso mecido por el zumbido que, ahora, buscaba con curiosidad felina mi oído interno. Estaba ya encendidito perdido, al principio creí que me dejaría en paz cuando saliera de su zona, no fue así; luego que se cansaría de tanto revoloteo a toda velocidad, mala suerte, el bicho estaba en una envidiable forma física; después confié en cruzarme con otra persona, animal o cosa que llamara su atención, ni de coña, se estaba trabajando un monográfico o un estudio pormenorizado o una tesis sobre mi anatomía. No me dejaba tranquilo ni a sol ni a sombra, hasta tal punto, que yo tenía ya ensoñaciones sobre que se venía conmigo hasta casa, yo cogía el bote del insecticida y no la rociaba con él, no; la sacudía con el mismo bote hasta dejarla reducida a partículas subatómicas.

Embebido estaba en esos pensamientos asesinos cuando, enfilando la avenida que conducía a mi hogar, lo vi. Al principio no reparé mucho en su presencia pero, a medida que me iba aproximando a él, mi mirada lo enfocó con creciente precisión y fui consciente de que nuestra atención era recíproca. Era un vencejo adulto que estaba, bajo el alar de una marquesina, apoyado en su nido, del que asomaban y desaparecían tres pequeñas cabecitas que emitían un chillido estridente. A medida que me iba acercando se fijó en mí y, al llegar casi a su altura, emprendió el vuelo, remontó en el aire, realizó un giro vertiginoso seguido de un picado fulgurante y, prácticamente rozando mi desavisada nariz, hizo desaparecer de este mundo la mosca que llevaba torturándome toda la mañana. Mi primera reacción fue de alivio pero, mira tú por donde, después comencé a echarla de menos. Qué le voy a hacer, soy un sentimental y ya la había cogido cariño…




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