domingo, 9 de julio de 2017

Terapia


Durante toda la semana le habían estado molestando las cervicales o los músculos del cuello o lo que fuera, pero había movimientos que tenía proscritos en defensa propia, salvo que quisiera tener un alicate retorciéndole el cogote para el resto del día. Hacía esfuerzos por permanecer erguido y vencer la tendencia natural de su cuello de proyectarse hacia delante, como los buitres y, cada vez que estiraba el pescuezo para arriba, una serie de crujidos le recordaban el número de vértebras que corrían el riesgo de descoyuntarse dejándole tirado en el suelo, definitivamente insensible a estímulos, igual que una jarapa raída y arrugada.

Hollar el fósil de moqueta floreada que aún quedaba a la entrada del local, le recordaba lo que hace un tiempo fue y tenía un efecto balsámico en su maltratada estructura ósea: a medida que se adentraba en el pasillo, el dolor disminuía hasta diluirse en un recuerdo prescindible, del mismo modo que las paredes enteladas en los tiempos de la Guerra Fría, atesoraban aromas de tabacos de todas las épocas y modas, efluvios que el cerebro ya se había acostumbrado a ignorar. El trayecto de entrada tenía un algo de rito iniciático que se sabía superado cuando, los cuatro metros de bajada, desembocaban en el salón, mucho más amplio de lo que auguraba su angosto acceso, mucho más pequeño de lo que le gustaría a su dueña, una señora de edad indefinida que contaba, sin mediar provocación, que en sus años mozos había sido grupie de Sinatra.

Siempre sonaba la música, ya fuera sangrante o enlatada aunque, como mandan los cánones, un cuarteto de jazz en esa tarima de cuatro por cuatro metros, embrujaba para siempre todas las almas que por allí habían pasado, ya fueran en cuerpos presentes o ausentes. Instalaba un resorte en el cerebro que invitaba a llevar el ritmo silencioso con un leve movimiento del pie, en cuanto le llegaban cinco o seis notas aparentemente desordenadas. Él, como su carácter, siempre a la contra, no era de llevar el ritmo desgastando zapato y su naturaleza le desviaba el diapasón a la cabeza, que adquiría una cadencia ondulante sincronizada con las escobillas que acariciaban los parches de la escuálida batería. Al rato, todo él se cimbreaba elegante como un hombre orquesta imaginario y las miserias de su castigado esqueleto quedaban archivadas en la carpeta de ofensas olvidadas. Efecto terapéutico del jazz, lo llamaba él.

El sabor amargo y tibio, trasmitido por una pajita babeada, que dejaba en el paladar el último trago de una copa, era rápidamente reparado por la frescura del vaso siguiente, cuyo proceso se repetía seis o siete veces en una noche, entreverado por comentarios pretendidamente ingeniosos al camarero, sobre el peligro de administrar alcohol generosamente en la barra, combinado con la prudencia obligada sobre ruedas. Estos comentarios se sucedían cada copa, cada noche, cada semana y cada mes desde hace años. Desde aquel día.

Porque sí, hace unos años, demasiados quizá, fue algo parecido a un hombre orquesta, pero ya no cogía las baquetas con estilo de Nueva Orleans, ni soplaba el saxo buscando la clase de Charlie Parker, ni rasgaba la guitarra como Django Reinhardt, ni acariciaba el piano emulando al inimitable Thelonius Monk; sus manos retorcidas como sarmientos solo alcanzaban a pulsar el enorme botón que activaba el teléfono o ejecutar los simples movimientos del joystick de la silla de ruedas de última generación, mientras repetía en su mente el comentario ingenioso sobre el peligro de administrar alcohol generosamente en la barra, combinado con la prudencia obligada sobre ruedas, que alguien ignoró hace años y él no volvería a olvidar.





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