El próximo día 20 hará un año del momento en el que,
inexplicablemente, once millones de españoles depositaron un voto en que decía en
tinta invisible “Vivan las Caenas”.
Esas “caenas”, que parecen forjadas a toda máquina en los hornos
de Mordor, van apretando sus grilletes en torno a nuestras muñecas y tobillos
en asuntos tan vitales como la Sanidad Pública (a punto de despeñarse en el
pudridero de una privatización mercantilista químicamente pura), la Educación
Pública que camina con paso firme y decidido hacia los tiempos de la
Universidad sólo para pudientes de hace 50 años, el despido casi-libre
santificado por la infame Reforma Laboral (que tiene especialmente contenta a la
insaciable Gran Patronal), una cifra de parados que se acerca a velocidad de
crucero a los seis millones (con más de la mitad de menores de 30 años entre
ellos) y que, tácitamente, obliga a aceptar empleos en régimen de
semiesclavitud y sueldos de miseria, la criminalización sumarísima de cualquier
colectivo, organizado o no, que ose protestar en la calle o la práctica
inhumana de expulsar de su hogar a cualquier persona que ha perdido sus
ingresos y, con ellos, el modo de afrontar la sacrosanta hipoteca.
Todo ese entramado, descaradamente involucionista y represor,
podía encontrar alivio o esperanza en el gesto de acudir a la Justicia y
reclamar, eso mismo, una justicia que reparase los distintos agravios cometidos
contra nuestra dignidad como ciudadanos y nuestra supervivencia como personas.
Se acabó.
Primero fueron minando la asistencia letrada a personas sin
recursos que constituye el Turno de Oficio y, otra vez, lo perpetraron con su
práctica favorita: La inanición, vía presupuestaria, que consiste en dejar de
pagar a los abogados que ejercen esta labor. Simple y eficaz, implacable.
Ahora, no contento con esto, el Inquisidor Mayor del Reino,
ha forjado el eslabón que faltaba en el panorama general de aplastamiento al
ciudadano: La nueva Ley de Tasas
Judiciales que, sin apenas publicidad, está pasando rauda y veloz por los
trámites parlamentarios y, en unas pocas semanas, impedirá en la práctica que
cualquier trabajador despedido injustamente pueda reclamar judicialmente (salvo
que pueda destinar 500 euros) dada su situación económica cercana a la insolvencia.
Esta misma tropelía es aplicable a toda reclamación o
recurso interpuesto, incluidas las multas de tráfico, llegando incluso al
absurdo de tener que abonar 150 euros para reclamar la imposición de una multa
de 100, aunque la mayoría de los casos son de una gravedad infinitamente mayor.
Esta fórmula draconiana, como tantas otras, deja al
ciudadano de a pie INDEFENSO ante una administración que puede hacer y deshacer
a sus anchas o ante las agresiones de entidades privadas o individuos, con
importantes medios económicos, que verán con regocijo como, hagan lo que hagan,
quedarán impunes.
Las asociaciones de jueces, los colegios de abogados, el
resto de partidos políticos y entidades sociales y ciudadanas han (hemos)
puesto el grito en el cielo ante lo que, probablemente, constituye la agresión
MÁS GRAVE perpetrada contra nuestros derechos. Alberto Ruiz Gallardón, Ministro de Injusticia e Inquisidor
Mayor del Reino, ha dado la callada por respuesta y ha pisado el acelerador de
su máquina de convertir ciudadanos libres en súbditos sumisos. ¿Se lo vamos a permitir?
Una vieja maldición popular sentencia: “Pleitos tengas y los
ganes”. Ahora ni eso (salvo que tengas dinero, claro).
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